Por Ignacio Briones, decano Escuela de Gobierno, UAI Noviembre 27, 2015

En su Teoría de los sentimientos morales (1759), Adam Smith nos dice que el hombre que “adhiere, con la más obstinada tenacidad a las normas generales mismas es el más recomendable y el más confiable”. Lo cierto es que la confianza (y las virtudes para generarla) juega un rol central en la reflexión del padre de la economía moderna. El error común —tanto entre partidarios como detractores del escocés— de reducir su pensamiento a la mera “mano invisible” al “laissez faire” y al “egoísmo”, nos ha hecho olvidar que la confianza es pilar medular en su concepción del mercado.

Smith entendió primero que nadie, y la historia no ha parado de darle la razón, que el mercado es el motor del progreso y de la riqueza de las naciones. Es cierto que en este proceso la búsqueda del interés propio juega un rol fundamental. Sin embargo, Smith también pensaba que este motor requería de valores como la confianza y la justicia, sin los cuales la economía de mercado no podía funcionar.

En La riqueza de las naciones (1776), Smith visualiza a la sociedad comercial de mercado como el punto más sofisticado de una evolución que comienza con una etapa de grupos de cazadores y recolectores. El concepto que cruza toda esta evolución es la confianza. En sociedades primitivas, ésta se reduce al núcleo directo o familiar. En sociedades complejas, los infinitos intercambios requieren de una estructura institucional y de una ética de los actores que produzca la necesaria confianza y reciprocidad para que estos intercambios se realicen.

Así, contrariamente a lo que algunos asumen, las sociedades de mercado son sociedades con altísimos niveles de confianza. Después de todo, es lo que permite que existan. Pero por lo mismo, sin esa confianza todo el edificio se derrumbaría y el progreso no sería posible. De ahí el llamado a cuidarla.

Como filósofo moral que era, Smith consideraba que la ética era fundamental para la confianza. Pero también tenía claro que el mundo real no es de ángeles. Que se necesita del Estado y de la regulación para sancionar desviaciones de las reglas que dañan la confianza y al mercado. Y la confianza en el propio Estado es aquí vital: sin ésta “el comercio y las manufacturas difícilmente podrían florecer”. Con todo, sin una ética que contenga a los agentes de deshonrar lo que es justo, la institucionalidad se tornaría en un estado policial. Uno de sobrerregulación en que el progreso tampoco es posible.

El escocés era consciente, que las malas prácticas no sólo afectan a las partes, sino que pueden minar la confianza del sistema en su conjunto. A este respecto, fue particularmente severo en su juicio a los monopolios y a empresarios que se juntan en conversaciones que rara vez no derivan en “alguna conspiración contra el público o un estratagema para subir los precios”. También fue implacable ante el riesgo de captura regulatoria por parte de grupos de interés.

Crítico del mercantilismo imperante en su época, Smith denunciaba que “en la mayor parte de las regulaciones que afectan al comercio con las colonias, los mercaderes o empresarios a cargo han sido los principales asesores (del parlamento)”.

En Chile, para nadie es misterio que los escándalos empresariales del último tiempo han agudizado la sensación de desconfianza. No sólo en la empresa. También en la economía de mercado. En la búsqueda de salidas, en lugar de reinventar la rueda o proponer modelos refundacionales, bien valdría la pena volver a los fundamentos y detenerse a leer con cuidado a Adam Smith.

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