Por José Manuel Simián, desde Nueva York Septiembre 3, 2015

El incidente ocurrió así: durante una conferencia del multimillonario precandidato presidencial republicano Donald Trump, el respetado periodista mexicano-estadounidense Jorge Ramos insistió en preguntarle sobre sus propuestas para los 11 millones de inmigrantes indocumentados en el país. Y en vez de responderle, Trump se escudó en que Ramos se hubiera parado antes de tiempo y mandó a un guardaespaldas a sacarlo de la sala.

La historia no comenzaba ahí, aunque Trump fingiera temporalmente no saber quién era Ramos (y después echara pie atrás como si nada, aceptándolo nuevamente en la conferencia de prensa). Desde el inicio de su campaña en junio, el empresario inmobiliario no había hecho otra cosa que generar el rechazo de buena parte de los 54 millones de personas que marcamos el casillero “hispano” en Estados Unidos. En su primer discurso como candidato, Trump acusó a los inmigrantes mexicanos de traer con ellos “drogas y delitos” al país, para luego agregar que la mayoría de ellos eran, además, “violadores”. Esos comentarios le significaron, entre otras cosas, que Univisión —la mayor cadena televisiva latina de Estados Unidos y empleadora de Ramos— se negara a transmitir el concurso de belleza Miss USA, propiedad de Trump.

El hombre del emparronado más famoso del mundo contraatacó demandando a Univisión por US$ 500 millones, y en agosto lanzó la que hasta ahora es su única propuesta concreta de gobierno: un plan de reforma migratoria que, en esencia, consiste en deportar a los 11 millones de indocumentados, construir un muro en los 3.145 kilómetros de frontera con México y terminar con el derecho constitucional a la nacionalidad por nacimiento.

De poco importó que todos los análisis demostrasen que las ideas de Trump son absolutamente impracticables (para comenzar, se estima que sus planes para los indocumentados costarían unos US$ 166.000 millones, costo que el candidato cree poder traspasarle a México) e inútiles (el 40% de los inmigrantes indocumentados entran al país en avión, mientras la población indocumentada va en descenso desde 2007): a medida que el verano boreal avanzaba, el candidato se puso a la cabeza de las encuestas republicanas. Y así las cosas, resultaba inevitable que en algún momento Trump se viera las caras con Ramos, quien lleva años usando su posición como el más visto y más respetado de los periodistas latinos del país para abogar por una reforma migratoria. Que el enfrentamiento ocurriera en Iowa —estado donde arrancan las primarias republicanas el 1 de febrero— era casi tan inevitable como sus consecuencias: una discusión sobre la añeja idea de que los periodistas sólo pueden dedicarse a reportear hechos sin dar su opinión, además de una suerte de consagración de Ramos como el mayor defensor de la causa latina.

Que esto último suceda no tiene nada de malo: sin ser un gran intelectual ni tener un plan político, Jorge Ramos ha sido consistente y veraz en la defensa de su audiencia ante los injustos y repetidos ataques de los que son objeto. Lo sorprendente es, más bien, que un grupo de 54 millones de personas (en la práctica, unos 16 millones de votos, suficientes para inclinar la balanza electoral) tenga a una sola gran figura de relevancia nacional para sacar la voz por ellos ante el poderoso de turno. El misterio de por qué hemos llegado a ser tan poderosos e indefensos seguirá penándonos mucho después de que la candidatura de Trump se haya convertido en un mal recuerdo.

Relacionados