Hace cinco años y medio llegué a trabajar al TECHO. Era el 1 de marzo de 2010, dos días después del tremendo terremoto que azotó la Zona Central. No hubo inducción posible: había que construir en tres meses 20.000 viviendas para las familias que lo habían perdido todo. Contra todos los agoreros del pesimismo se construyeron 25.000 mediaguas.
Pero el mayor de los desafíos estaba por venir. Era el 2010, año final de la meta que el TECHO se había autoimpuesto: lograr un 2010 sin campamentos. Había grabado este lema en su logo e hizo que fuera una meta país. Lo escuchamos de boca de presidentes y ministros, empresarios y líderes sociales. El desafío era inmenso y honesto, pues tenía meta y plazo: el Bicentenario.
Pero el 2010 pasó y los campamentos no se acabaron. ¿Qué pasó? ¿Fracasamos o simplemente prometimos lo incumplible?
Errores hubo y varios. De partida, porque pusimos toda la atención en el fenómeno de los campamentos, sin darnos cuenta de que era sólo la punta del iceberg de un déficit mucho mayor, que afecta tanto a las 34.000 familias que viven en campamentos como a los miles que viven de allegados en la vivienda de otro núcleo familiar.
Por otra parte, nunca hubo de las autoridades de turno una política seria de cierre de campamentos una vez que las familias eran erradicadas a sus nuevas viviendas sociales. Resultado: fácil repoblamiento de muchos campamentos.
Tampoco supimos calibrar las externalidades del desarrollo económico. Los altos precios del cobre trasladaron al norte de nuestro país a miles de familias que migraron. ¿Dónde iban a vivir si el precio del suelo se fue a las nubes y con él los precios de los arriendos y el costo de vida?
A pesar de todo, si no hubiéramos apostado en grande, estoy seguro de que no hubiéramos logrado tanto. No alcanzamos la meta, pero avanzamos mucho. Si no nos hubiéramos jugado como institución por los campamentos; si no hubiéramos logrado que miles de jóvenes voluntarios cada semana se comprometieran con los campamentos; si no hubiéramos entusiasmado al gobierno, a las empresas, a las autoridades; si no hubiéramos potenciado el protagonismo de los dirigentes de campamentos y de la organización comunitaria, hoy no estaríamos hablando de campamentos.
El mayor logro del TECHO—junto con las nuevas vidas de cerca de 10.000 familias que hoy gozan de sus viviendas propias—fue que la palabra “campamento” fuera parte de nuestro consciente colectivo. Porque superar una realidad tan dura y extensa como ésta nunca lo hará una ONG, ni la iniciativa generosa de voluntarios. Como todo problema social de carácter estructural, se superará con el esfuerzo de todos, partiendo por el Estado.
Chile no es un país pobre, sino un país injusto. No es pobre un país con US$ 22.000 de ingreso per cápita. Hoy no quedan excusas. Los recursos están disponibles para una apuesta definitiva por el término de la herida de los campamentos. Pero para esto se requiere una determinación mucho mayor, porque en el Chile de hoy las familias más marginadas que habitan en campamentos han vuelto a ser invisibilizadas, esta vez por otra razón. Las demandas que hoy marchan por las calles de nuestro país son las legítimas demandas de una creciente clase media que procura un país más equitativo. Ahí está la atención de la prensa, los políticos, los empresarios. Ahí está el nuevo poder adquisitivo, ahí están los votos. En cambio, la pobreza más dura, esa que tiene rostro de migrantes, mapuches y de pobladores, seguirá siendo invisible si no nos convencemos de que es una inmoralidad sin excusa que tantos en Chile sigan sobreviviendo lejos de las oportunidades que todos necesitamos para vivir con dignidad y soñar con un futuro mejor.