Por José Manuel Simián, desde Nueva York Septiembre 25, 2015

En las últimas semanas, a medida que en Chile el proyecto de ley de despenalización del aborto en tres causales sorteaba sus primeras vallas en el Congreso, algunos columnistas que se le oponen aprovecharon de sacar a colación la polémica generada durante el verano estadounidense en torno a Planned Parenthood.

La controversia comenzó en julio, cuando una organización antiaborto llamada Center for Medical Progress, y de la cual prácticamente nadie había oído hablar hasta entonces, comenzó a divulgar una serie de videos que acusaban a Planned Parenthood —una entidad de salud reproductiva sin fines de lucro creada en 1916 y que atiende anualmente a 2,7 millones de estadounidenses— de comerciar con los restos de fetos abortados.

Planned Parenthood indicó que los costos de los que sus médicos hablaban en las grabaciones se referían a los costos de traslado de los tejidos para su uso en investigaciones científicas.

Poco importó que, al defenderse, Planned Parenthood pidiera perdón por el tono demasiado casual con que algunos de sus empleados aparecían hablando del aborto y sus consecuencias en las grabaciones clandestinas. Poco importó que, efectivamente, los montos de los que se hablaba en los videos se ajustaran, según profesionales de la salud independientes, a costos de traslado médico y no al lucro ilegal de que se acusaba a la entidad. Poco ha importado, después, que las investigaciones realizadas en 6 estados distintos no hayan encontrado ninguna infracción a la ley por parte de Planned Parenthood.

La ira contra la organización encendida por los videos se tradujo en, por ejemplo, que el gobernador de Luisiana, Bobby Jindal, le quitara el financiamiento a las dos clínicas de Planned Parenthood que operan en su estado, a pesar de que ninguna de ellas realiza abortos, sino servicios anticonceptivos, control de enfermedades de transmisión sexual y exámenes de detección de cáncer. Otro tanto ha hecho una facción de los congresistas republicanos, quienes están bloqueando la aprobación del presupuesto federal a menos de que se le quite a Planned Parenthood el financiamiento que recibe del servicio de salud público Medicaid.

Poco les importa —otra vez— que, por ley, ningún dólar de esos fondos pueda ir al financiamiento de abortos. Menos parece importarles el hecho de que, de tener éxito en su secuestro del presupuesto federal y que logren paralizar el gobierno el 1 de octubre, le estarían quitando a más de un tercio de las mujeres estadounidenses el acceso a métodos de control de la natalidad, lo que (no hay que ser demasiado astuto para dar este salto) en la práctica se traduciría en más abortos. Y poco les importa a los políticos republicanos que su “misión suicida” (como la describió un comentarista del canal conservador Fox News) no tenga ninguna posibilidad de prosperar a largo plazo dado el actual mapa político del Congreso.

Pero nada de esto es sorprendente. No fue nuevo que a comienzos de septiembre alguien le prendiera fuego a una clínica de Planned Parenthood en el estado de Washington (los ataques contra clínicas de aborto, algunos de ellos con explosivos, son parte de la historia reciente de Estados Unidos), y los montajes de los videos del Center for Medical Progress (los “compradores” eran actores) traen a la memoria trampas similares realizadas en 2009 y 2011 por organizaciones del mismo talante, todas las cuales causaron tormentas políticas parecidas a las de estos días. Lo único sorprendente es que quienes se oponen al derecho al aborto en Estados Unidos —o bien quieran profitar políticamente del rechazo que genera en menos de la mitad de sus ciudadanos— estén tan poco preocupados de la verdad y de las consecuencias prácticas que su cruzada tendrá para las mujeres que acuden a Planned Parenthood, entre otras razones, porque es el único cuidado de salud que pueden pagar. Quienes hacen eco de este teatro triste de la política estadounidense en Chile y tratan de forzar conexiones con el debate local sobre la despenalización parcial del aborto deberían, por lo menos, tener más respeto por los hechos que sus correligionarios del norte.

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