Por Patricio Jara Junio 4, 2015

Fue en 1952 cuando el agricultor Fabio Valdés Larraín, bajo el seudónimo de Pierre Faval, publicó la extravagante novela  Memorias de un buey. El libro cuenta la vida y obra de Silencioso, un toro parlante (y luego de su castración, un buey) desde el nacimiento hasta su muerte. La historia ocurre en la hacienda Mesamávida, en la provincia de Linares, y fue celebrada por la crítica. Se destacó su humor, agudeza e ingenio para ventilar y despabilar al criollismo monocorde del que padeció la literatura chilena escrita del Mapocho hacia el sur.

Hoy la novela de Pierre Faval ha sido rescatada por Lolita Editores para un nuevo público y, es de esperar, también para nuevas interpretaciones.

Le apunta medio a medio Roberto Merino cuando afirma, en el prólogo a esta edición, que el autor quiso construir “un panorama satírico del pequeño muestrario del mundo que representa una casa patronal del campo chileno”. Pero más allá de la pirámide social que propone ese entorno, con sus castas ciegas y modelos de conducta heredados de generación en generación, cuando Faval hace hablar al buey y lo entrega a la meditación y a las preguntas (que asoman como trascendentales), su novela logra despegarse del color local y de esa vida aburrida, con tintes de penumbra o a ratos definitivamente oscura y perversa.

Uno de los pasajes que marca el tono del relato está en el momento en que Silencioso observa el establo donde “los bípedos” ordeñan a su madre y a sus tías. Ahí nota que cada una de ellas produce más de diez litros de leche, pero él y sus primos apenas reciben cuatro. Todo el resto es para embotellarlo.

“Con el andar de los años he podido notar que los bípedos se las ingenian para comerciar con saldos productivos y que las actividades comerciales están basadas en quitar algo a alguien para venderlo a un tercero”.

Es probable que hoy el libro de Faval sea visto como la gran novela animalista chilena. Asumiendo la carga moralizante y el inevitable sentido didáctico que alberga toda fábula -lo cual se grafica, además, en kilos de adjetivos puestos antes que el sustantivo-, el relato se articula desde una voz que mira al paisaje, sus contornos y, en especial, a los hombres que lo habitan. A ellos los describe, los dibuja y se esfuerza por entenderlos en su brutalidad y torpezas cotidianas. Quienes hablan y los juzgan, por supuesto, son los animales: el zorro Jenaro, el borrego Serapio, el toro Mazorca, el ternero Cipriano, el ratón Julito. La  personalidad de cada uno (y su carga ideológica) aflora en animados debates.

“Los bípedos deben conocerse mucho a sí mismo antes de aceptar puestos de responsabilidad”, dice uno de ellos. “Y no deben aspirar a esos puestos cuando sus condiciones no les permiten hacer un buen papel. Es más rey un conejo en su cueva que un buey en la lechería”.

Memorias de un buey puede leerse como un caballazo contra la determinación social, contra la negación de cualquier clase de misericordia, contra la depredación y el maltrato. Aunque también como un esfuerzo por promover el sano derecho a la protesta y al ingenio por escrito (qué es la literatura sino eso), el cual no afloja aún en las peores condiciones de explotación, como cuando el buey Silencioso, al límite de sus fuerzas y de la paciencia, dice que si los hombres fuéramos tan insistentes como las moscas que lo rodean, cuánto avanzaríamos en nuestro progreso.

Relacionados