Por José Manuel Simián, desde Nueva York Agosto 21, 2014

Es fácil mirar lo que ha pasado las últimas dos semanas en Ferguson, Missouri, y sacar conclusiones rápidas. Decir, por ejemplo, que cuando el 9 de agosto un policía (blanco) le disparó seis balazos a Michael Brown, un joven de 18 años que estaba a semanas de iniciar su universidad y no iba armado, sólo estaba actuando por prejuicios raciales. Decir que el terrible incidente -cuyas circunstancias específicas siguen siendo poco claras, aunque se sabe que Brown iba caminando por el medio de la calle y desobedeció a la policía- y las protestas que le siguieron, que a su vez se convirtieron en enfrentamientos con la policía y saqueos, no es más que la consecuencia inevitable de que Ferguson sea, como suburbio de St. Louis, parte de una de las áreas metropolitanas más segregadas de Estados Unidos; que la muerte de Brown es la punta del iceberg de las tensiones raciales generadas en un pueblo donde dos tercios de sus 21.000 habitantes son negros, pero sólo 3 de sus 50 policías tienen ese color de piel.

Decir, también, que era predecible que un tipo que inició su carrera política como fiscal general del Estado como es el caso del gobernador de Missouri, Jay Nixon (no tiene relación con el ex presidente), sucumbiera a la tentación de criminalizar y militarizar su respuesta a las protestas por la muerte de Brown, decretando toque de queda y mandando a llamar a la Guardia Nacional. Decir, por ejemplo, que tanto las bombas mólotov como las protestas pacíficas en que la gente grita “¡Manos arriba, no disparen!” demuestran el fracaso de Barack Obama, a más de 5 años de haber asumido la presidencia, en convertir a Estados Unidos en ese país “post-racial” del que muchos hablaban cuando fue electo. Decir, también, que casos como el de Brown o el de Eric Garner (que murió ahorcado en una calle de Nueva York hace un mes por policías que lo estaban arrestando por vender cigarros sueltos), o el de Trayvon Martin (el adolescente de Florida baleado en 2012 por un “patrullero vecinal” que finalmente resultó absuelto), van a seguirse repitiendo sin importar lo que pase en Ferguson en los próximos días o semanas; sin importar si se enjuicia a Darren Wilson, el policía que le disparó los seis tiros a Brown y que aparentemente no llamó a una ambulancia, porque Estados Unidos sigue pagando los pecados de haber permitido la esclavitud, de haberse ido a guerra civil por ella, y de haber permitido legalmente la segregación racial hasta hace 70 años, y haberla permitido desde muchas otras maneras hasta nuestros días.

Y todas esas cosas -generalizaciones más, generalizaciones menos-serían ciertas. A pesar de que la composición racial de Estados Unidos seguirá cambiando mucho más rápido de lo que algunos puedan procesar, y de que la Oficina del Censo proyecte que para 2043 las minorías raciales superarán en números a los blancos, la división -física, social- entre la mayoría blanca del grueso de la población negra sigue siendo brutal, especialmente fuera de las grandes ciudades.

Pero todas esas conclusiones pasan por alto que las sospechas, prejuicios y odios basados en el color de la piel enmascaran una cosa mucho más potente: la desigualdad económica que separa a blancos (y otros grupos étnicos) y negros, y los secretos mecanismos que permiten que esa línea siga inamovible. El censo de 2010 mostró que más personas de raza negra vivían bajo la línea de la pobreza que cualquier otra minoría, lo que no deja de ser impactante si se considera que todas las otras minorías están formadas en gran medida por inmigrantes (aunque lleven un par o más de generaciones en el país), mientras que la población afroamericana es “nativa”.

De alguna forma, la relación entre raza y color de piel funciona en Estados Unidos de manera inversa pero parecida a como opera en Chile: si en nuestro país mucha gente se apresura a decir que no hay racismo, saltándose con ello la discusión sobre cómo las clases sociales se estructuran en torno a un complejo código de señas, apellidos y tonos de piel, en Estados Unidos muchos se apuran a poner la lupa sobre las dinámicas raciales y los abusos que puedan cometer los policías ignorantes y prejuiciosos de una determinada ciudad para no abordar las dinámicas económicas y de clase que gatillan esos enfrentamientos y prejuicios. Es mucho más fácil centrarse en los videos capturados en celular donde un policía fuera de sí amenaza de muerte a manifestantes que no van armados o mostrar las desproporcionadas estadísticas de arrestos por sospecha de personas de raza negra. Si Estados Unidos no logra escapar a la tentación de poner el énfasis en los abusos policiales y comienza a buscar un sistema económico más inclusivo, los nombres -Michael Brown, Ferguson- serán reemplazados por otros en poco tiempo y el ciclo de violencia, represión y amnesia volverá a repetirse. El problema es que en términos políticos, Ferguson está muy lejos de Washington DC.

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