Por Magdalena Aninat Abril 17, 2014

"¡Chile tiene un solo gran adversario, y éste se llama desigualdad!". La frase que enfatizó la presidenta en su primer discurso en el balcón de La Moneda terminaba así: "Y sólo juntos podremos enfrentarla".

¿Quiénes componen ese “juntos”?

El programa del nuevo gobierno y la primera de las tres reformas iniciadas buscan articular un Estado más presente y proveedor, y unos contribuyentes (especialmente el empresariado) aportantes de mayores recursos financieros. Pero entre uno y otros existe el llamado tercer sector, que bien puede ayudar a hacer la diferencia.

Este actor privado cuenta con el aval de no perseguir fines de lucro, sino la transformación social, tradicionalmente en áreas como educación, salud y pobreza, y cada vez más en otros ámbitos que tienen impacto directo en la calidad de vida, como son cultura, ciudad, medioambiente. Al Hogar de Cristo se han sumado, por ejemplo, iniciativas como Fundación Mi Parque, dibujando un camino hacia una equidad 2.0.

Según el Estudio Comparativo del Sector Sin Fines de Lucro, realizado por el Center for Civil Society Studies de la Johns Hopkins University, en Chile este tipo de organizaciones representan aproximadamente el 1,5% del PIB del país, y dan empleo al 4,9% de la población económicamente activa.

Estas instituciones tienen otras ventajas: trabajan con un horizonte de largo plazo (más allá de los cuatro años de gobierno), pueden adaptarse para dar respuesta a necesidades de bienes públicos específicos, saben innovar, movilizar voluntarios y generar integración no forzada.

El tercer sector tiene el potencial de convertirse en el principal punto de encuentro de una necesaria alianza entre el ámbito público y el privado si se quiere derrotar “juntos” al mentado adversario. Pero ello requiere equilibrar un poco las cosas.

Según el mismo estudio, la principal fuente de financiamiento de las organizaciones sin fines de lucro en Chile es el Estado (46%). Esto ha generado una relación más bien instrumental, donde estas organizaciones se han configurado como proveedores de servicios sociales que el sector público no puede dar directamente, desdibujando con ello el sentido de tener una sociedad civil autónoma, capaz de movilizar temas de relevancia pública y de interés común, que permiten avanzar hacia una mayor equidad. Incentivar la entrada de nuevos participantes en su desarrollo se convierte entonces en una tarea necesaria.

El nivel de desarrollo y creación de riqueza permite identificar que en Chile existe potencial para aumentar el aporte filantrópico, tanto individual como corporativo. Si en Estados Unidos la filantropía representa el 2,1% del PIB, en nuestro país alcanza sólo el 0,27%. En el país del Norte -donde la tradición de giving o give back es parte del ADN de cualquier ciudadano que ha prosperado en su vida-, el 75% de las donaciones provienen de individuos. Más interesante aún es que esta tradición ha dado paso a conceptos como engaged philanthropy y  social investment, evolucionando desde la caridad hacia la inversión social que se preocupa de medir el impacto del aporte en el capital social. Esto implica invertir en planes estratégicos, estudios estadísticos, investigaciones académicas y asesorías que contribuyen a profesionalizar las donaciones como en cualquier otro ámbito de inversión.

Una visión de este alcance permitiría, en una etapa de redefinición de las reglas del juego, convertir al tercer sector en un actor clave contra el adversario de Chile.

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