Por Juan Carlos Prado Julio 30, 2010

Puede resultar una ironía, pero mi primera impresión cuando entré a la cárcel cubana de Combinado del Este, fue que empezaba una etapa de descanso. Ahí, a diferencia de lo que viví a manos del G2 -servicio de seguridad del régimen-, no fui interrogado en forma degradante por agentes de la policía política ni fui aislado en una celda sin ventanas.

En esta prisión, situada a pocos kilómetros de La Habana, me dieron una recepción cordial. Fui destinado a un piso del edificio número 2, habitado sólo por extranjeros. No existía el hacinamiento del cual escuché hablar tanto a los cubanos sobre este presidio. En esos días de diciembre de 1980, debido a una inesperada coyuntura política, Fidel Castro permitió la salida de decenas de presos para enviarlos a Miami. Así es que viví prácticamente solo en un lugar que antes estaba colmado de personas.

Pasé cerca de tres meses sin percatarme del infierno sobre el cual se me había advertido. Podía caminar por los pasillos soleados del edificio y conversar con relativa tranquilidad con mis otros compañeros de reclusión. Sin embargo, en marzo de 1981, me informaron que había sido calificado en la categoría de internos de mayor peligrosidad. A partir de entonces, y por el resto de los años que pasaría allí, pertenecí al grupo A, conformado por los escasos presos políticos que reconocía el gobierno. Mi nueva condición significaba que sólo podía recibir una visita cada seis meses y que sólo dos veces al año tendría la posibilidad de enviar una carta a mis familiares.

La desesperación que me produjo esa situación me llevó a realizar mi primera huelga de hambre, porque la sanción más dura para un preso es no poder ver a sus amigos o a su familia. Estuve casi un mes sin consumir alimentos ni agua, pero lo único que obtuve fue pasar varios días en el área de castigo destinada a los extranjeros. En una celda aislada de las demás, permanecí incomunicado y dormí en el suelo, sin derecho siquiera a pedir una frazada.

Viví varias veces esa experiencia en los 11 años en que estuve preso, porque las autoridades de la cárcel son inflexibles con las normas internas. En Combinado del Este no eran las condiciones físicas ni de higiene lo que destruía nuestra moral. Era la severidad que se aplicaba, como escarmiento, contra los presos que cometían una falta. Más implacable aún si era un recluso cubano el que se atrevía a transgredir las leyes del cautiverio.

Muchos eran trasladados al "área  47". Ése era el pabellón donde estaban los condenados a muerte en espera de su ejecución, y el lugar que servía también como centro de castigos físicos para  los isleños más rebeldes. Sólo una vez estuve ahí. Fueron horas. Era el castigo por no acatar una orden dictada por el jefe del penal: quería que me cortara el pelo. Sin embargo, mi condición de extranjero me salvó de sufrir las golpizas que allí se propinaba a los cubanos y de las cuales me enteraba desde mi ventana, cuando veía salir a los presos casi moribundos, después de sufrir horas de apremios. A ellos los sacaban al hospital penitenciario durante la noche. Mas  eso no impedía que gritaran pidiendo ayuda mientras caminaban con dificultad desde el "área 47". En ese lugar también nos informábamos de quién había sido fusilado.

Si tú eres un preso dócil nunca tendrás problema con los cubanos. Lo que ellos quieren es ejercer control sicológico sobre los prisioneros. Por eso, nunca sabes a ciencia cierta qué piensan cuando hacen -o dejan de hacer- algo.

Fui liberado el 4 de julio de 1991. Después de casi 12 años crucé el alambrado de Combinado del Este. No sentí una emoción profunda, sino más bien una sensación de bloqueo porque no sabía lo que estaba pasando. Es que con los cubanos nunca se sabe. Mientras no sean tus amigos, siempre serán tus enemigos. No experimenté la libertad hasta que llegué de regreso a Chile.

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