Por Álvaro Bisama Junio 25, 2010

Quizás, el mejor atributo de un relator deportivo es, por momentos, parecerse a la voz secreta que los hinchas tienen en su cabeza. La voz que relata imágenes in situ, que se quiebra en cada jugada, que administra la precisión de cada adjetivo como si inventara sobre la marcha una lengua. Algunas veces -pensando en Vladimiro Mimica o en Sergio Silva- esa lengua se parece a la del país, se vuelve la del país. Otras, se escapa por la tangente, aspira a más de lo que puede, se escurre en la impostura.

Pienso esto cuando escucho a Pedro Carcuro y Fernando Solabarrieta: nuestros relatores oficiales de Sudáfrica 2010. Ambos, cuando se los escucha, han inventado su propia versión de la lengua futbolera. La de Carcuro es, por ejemplo, la del eufemismo. Carcuro habla como si postergara la emoción, como si el grito de gol, en vez de aclararle la garganta, se la enturbiara hasta explotar en un espasmo. Así, los goles lo ponen feliz, pero también perplejo y su relato, casi siempre, proyecta la sensación de una empatía forzada, la de una ironía hecha del sobreentendido. Eso se nota en Sudáfrica. Carcuro, que le escribió una biografía a Zamorano, siempre está un minuto detrás de estos chicos, que evitan hacer en la cancha lo que él ha contado casi toda su vida de relator: el eterno triunfo moral chileno.

Pero Carcuro casi parece la voz de Dios al lado de la de Solabarrieta, su discípulo más aventajado. Por supuesto, Solabarrieta quiere desbancar al maestro. Mientras Carcuro habla en frases cortas, que se convierten luego en una literatura hecha de epigramas (su descripción del gol de Beausejour fue casi un poema alucinado del Zurita de los 80: "Veo las banderas chilenas sobre el cielo africano. Veo las camisetas rojas más rojas que nunca"), Solabarrieta sólo sabe llorar. Afortunadamente, nadie lo dejó relatar los partidos de la selección este año. Hipercorregido, con un acento salido de quizás de qué fantasía cultural, se esfuerza en empatizar con el espectador en un lugar más allá de las palabras. Demasiado sonriente, demasiado sensible, demasiado obvio, a Solabarrieta le falta la picaresca que reemplaza con una versión patriotera de la fe. Por supuesto, sabemos desde dónde viene: del chauvinismo nacionalista del gobierno de Frei Ruiz-Tagle, aquel que explotó con eficacia Eduardo Bonvallet en la década pasada, cuando los futbolistas se transformaron en cualquier cosa en los estelares que dirigía Gonzalo Bertrán en Canal 13 y animaba Pedro Carcuro en TVN. Ahora, sus escombros son los que aparecen en el relato de Solabarrieta, que quizás hubiera sido más eficaz narrando los requiebros de Nelson Acosta -que se sacaba todos los problemas de encima con el llanto, como alguna vez contó el gran Chomsky- que el zen silencioso de Bielsa y sus jugadores.

Porque quizás nuestros relatores no están a la altura de esta selección. Quizás no saben cómo narrarla. No es raro. Carcuro y Solabarrieta están más cerca de la retórica de esas excusas impresentables (que era la misma que tenía el gobierno de Frei cuando se la jugó por traer de vuelta a Pinochet de Londres) que de la música del triunfo. Así, su desfase con ésta los hace parecer cada vez más caricaturescos, cada vez más extemporáneos. Porque ahora los chilenos no hablan sino que juegan, evaden las excusas autocomplacientes, prefieren la cancha a las mieles del poder y los estelares.  Y en vez de llorar, pegan de vuelta. O mejor aún -y después de cuarenta años-, hacen lo que quisieron hacer siempre, lo que Carcuro y Solabarrieta nunca han aprendido a contar del todo sobre nuestras selecciones de fútbol porque nunca tuvieron la oportunidad: el arte de meter goles.

*Escritor y profesor de literatura.

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