Por José Rodríguez Elizondo* Junio 11, 2010

Los diplomáticos de carrera hablan de "embajadores políticos" para que se pongan colorados quienes, por recomendación de un partido y/o decisión del presidente, debutan como jefes de misión. Implícito está que estos "políticos" ignoran todo sobre el servicio exterior y que -sobre cuernos palos- los que sí saben deben hacerles la pega.

¿Cuánta verdad hay en esa diplomática descalificación?

Sólo fifty-fifty. En rigor, hay "políticos" que saben comer y vestirse, hablan idiomas, conocen la política exterior, son discretos, hacen buenos análisis y se guardan sus opiniones anticlimáticas. Como contrapartida, hay funcionarios diplomáticos que son clientes de partidos políticos, filtran información, hablan inglés como Tarzán, copian sus informes de internet y usan corbata a rayas con camisa a rayas.

Es que la verdad verdadera nunca es maniquea y abarca no sólo al que está en la pole position, sino a todos los que corren. Y es así, pues la calidad diplomática tradicional (que de eso se trata) se relaciona con cuatro elementos complejos: una profesionalidad de nivel superior, una institucionalidad que la garantiza, un aprendizaje continuo que la mantiene y la convicción social de que así no más debe ser la cosa. Por algo los teóricos de la Diplomacia, con mayúscula, ponen como paradigma la profesionalidad militar. ¿Alguien entendería que  "una personalidad del partido" mute en general?

Precisamente porque no contamos con esa tradición y cultura, sólo en la última década hemos tenido un embajador "político" que dejó la impresión de haber apoyado un golpe de Estado, otro que actuó contra instrucciones expresas del canciller, un cónsul general de carrera que chocó públicamente con su embajador "político", y otro cónsul general de carrera que expresó su "deseo personal" de una salida soberana al mar para Bolivia.

Ojo, éstas no son vueltas analíticas para licuar la culpa de don Miguel ni para hacer leña del Otero caído. Nuestro ex embajador en Argentina aprendió, demasiado tarde, que la única opinión personal que vale, en Diplomacia, es la que coincide con la de su gobierno. Lo único rescatable es que ni él trató de apernarse lastimosamente, ni el presidente Piñera demoró en aceptarle su renuncia. Gracias a esa rapidez de reacción, ambos redujeron la magnitud del daño.

Digamos, entonces, que éste es sólo un memito para contextualizar lo sucedido y, de paso, para recordar que, si seguimos subestimando la tecnicidad de la Diplomacia, apoyados en la ley de la inercia, terminaremos chocando con  la ley de Murphy rectificada: "Si algo más malo puede suceder, sucederá". Cerremos los ojos, tapémonos los oídos y pensemos en la hipótesis de otra embajada estratégica, en la cual confluyan diplomáticos de baja intensidad y embajadores "políticos" sin preparación.

Por eso, la clave de bóveda está en apurar el inicio de un proceso de profesionalización dura. Mientras tanto, hay que tener una clave de repuesto, con base en la excelencia de los mejores funcionarios permanentes, los mejores designados transitorios y la correcta evaluación del resto. Al fin y al cabo, el Manual del Perfecto Embajador, que estamos redactando, justifica la necesidad de buenas "galletas", con la inevitable paráfrasis de Clemenceau: "La Diplomacia es tan importante que no podemos dejarla sólo en manos de los diplomáticos".

Mientras tanto, hagamos alguna apuesta sobre quién se atreverá a ponerle el cascabel de la reestructuración a nuestra Cancillería.

*Periodista, escritor y ex embajador.

 

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