Por Álvaro Bisama Mayo 28, 2010

Ahora que "Lost" terminó y nadie entendió nada y los viudos hacen su duelo en un millón de foros y páginas, hay que preguntarse si realmente "Lost" cambió la televisión. Por supuesto, es una pregunta capciosa. Las respuestas están a la vista: el programa catapultó a una nueva generación de productores y guionistas (Abrams, Lindelof, Vaughan), hizo que el uso masivo de las descargas de la red conspirara contra las emisiones abiertas, vendió los DVD recopilatorios casi como si fueran novelas, usó sin pudor interactivo fuentes diversas para completar la trama con los espectadores. Pero, más allá de eso, gran parte del éxito de la serie se debió a lo que sucedió fuera de ella, a ese comidillo interminable donde los espectadores no podían saber qué diablos estaba pasando y debían, a como diera lugar, completar una trama que se les escurría.

J.J. Abrams y su equipo triunfaron donde Chris Carter (que quería ser William Burroughs), David Lynch (que quería ser Duchamp) y David Chase (que quería escribir como Shakespeare) quedaron en el camino: superar el mero experimento de las formas, dejar de ser raro para ser parte del canon. Así, antes que los "X-Files",  la serie que más se parece a "Lost" es "Seinfeld". Mal que mal,  ambas no hablan de "nada" (cómo era que vendían en los noventa la sitcom de Seinfeld y Larry David) porque se empeñan en funcionar como un receptáculo de casi todo. De este modo, así como "Seinfeld" hizo de la confusión de la experiencia urbana un desastre y un sinsentido  (y sí: "Friends" siempre fue su versión Disney); "Lost" hizo de los miedos post 11/9 un laberinto donde cabía la ciencia ficción blanda y dura, los viajes en el tiempo y los Mesías de todo tipo, los fantasmas y las bombas atómicas, la mitología y la tradición literaria.

En "Lost" la conspiración mundial, el fin del mundo y la saudade del monstruo de humo negro daban lo mismo porque la serie hablaba de las pesadillas diarias de nuestro presente; el solipsismo de una fantasía donde se podía acabar el mundo apretando un botón y donde el bien y el mal eran dos desarrapados que jugaban ajedrez a través del tiempo. En el medio, el espectador se perdió y se encontró. Se vio a sí mismo reflejado en algo que partió como una novela de Bioy Casares, pero que terminó como la metafísica psicótica de Philip K. Dick. Porque donde "Lost" hizo aquello que "24" apenas insinuó: se ofreció como patio lleno de juguetes de fantasías adultas de miedo, redención y dominación. Por eso, sus personajes estaban llenos de pena y, como cualquiera que estuviera viendo la serie, no entendían nada de lo que estaba pasando. Eso volvía a sus enigmas tan triviales como íntimos. Lo que importaba en realidad era esa imagen obsesiva que era la verdadera metáfora del programa: el ojo de Jack Shepard, el héroe, que se abría una y otra vez en medio de una realidad que desconocía. Lo que quedaba más allá de ese ojo era la nada, el horror, el pánico y la maravilla. Lo que quedaba más allá era, quizás, el mundo.

*Escritor

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