Por Andrew Chernin Mayo 14, 2010

En Talcahuano, la gente pedía que la rescataran. Escribían SOS sobre los techos de sus casas y esperaban que algo o alguien los sacara de ahí. De ese puerto donde el aire era denso y maloliente, y donde el barro, después del maremoto, parecía haber igualado a todos en las súplicas y en la desgracia. Pero claro, eso fue entonces.

Y de entonces han pasado casi once semanas.

Aunque siempre -siempre- hay algo que queda. Algo que no se borra y que de alguna forma le recuerda a una ciudad que su luto está vigente. Que aún no termina.

En Talcahuano eso sería el olor.

El centro todavía huele a polvo, porque la mitad de los edificios sufrieron daños, o porque todavía quedan siete edificios por demoler. El centro, que está completamente cerrado y que obligó al comercio a tomarse la Plaza de Armas, aún tiene una geografía de emergencia: todo funciona sobre containers. Los bancos, las oficinas de compañías telefónicas, e incluso las fuentes de soda y cafés, que con algo de humor negro han provocado que la gente termine hablando de la plaza como una suerte de mall al aire libre. Uno que, incluso, tiene patio de comidas.

La plaza genera un comercio donde los cortes de pelo valen mil pesos, y donde los productos más vendidos son linternas y ropa abrigada. Porque aquí se viene el frío, a pesar que durante esta semana el puerto disfrutó de un pequeño veranito de San Juan, con tardes que bordeaban los 20°C. El frío va a llegar y se va a topar con una ciudad donde hay 6.700 viviendas dañadas, donde ya ha habido 4.000 despidos notificados y donde se espera que la cesantía alcance un 20%.

Eso lo saben en la municipalidad, donde el independiente Gastón Saavedra ha tenido que ser el alcalde que pone la cara a una ciudad que aún huele a muerto. Que todavía levanta sus escombros, que aún recoge su basura, que calcula su reconstrucción en 250.000 millones de pesos y que no se puede deshacer de la pestilencia y el olor a podrido que dejaron los cadáveres y la harina de pescado en la costa, según cuenta un vecino que, hasta hace no mucho, vivía frente al mar.

Aunque también hay momentos en que Talcahuano intenta volver a la normalidad, como pasó el domingo pasado, cuando la gente regresó a las schoperías para pedir pichangas, tomar cerveza y ver el fútbol por cable. Pero ésas son cosas que se ven durante el día. De noche, esto sigue pareciendo un cementerio o una ciudad que los mapas de pronto olvidaron. Está el taxi estacionado fuera del Permitido's y el borracho que se mete a la boîte Cupido en el barrio rojo, que es un pasaje triste a una palmada del derrumbe, y uno que otro auto que entra y sale del Hotel Terramar, que está a la vuelta de la esquina.

En Talcahuano, incluso los rincones calientes inspiran algo de pena.

Pero claro, quizás el lugar que resume la postal del puerto jodido es el Campamento Caleta El Morro. Porque ahí el frío y el olor se condensan sobre el estadio de Naval, donde ya no se juega fútbol, pero donde hay 62 carpas y 32 mediaguas. Ahí, a pesar de los forros, las frazadas y de los esfuerzos del Ejército y la Armada que construyen viviendas de emergencia 10 horas al día, se tirita de frío en la noche y se vive como refugiados de guerra entre las moscas. Compartiendo baños Disal que están sucios y sin un minuto de privacidad. Porque las circunstancias son simples: el sexo, en este campamento, es un privilegio reservado para matrimonios sin miedo a que los vecinos, que duermen a menos de tres metros, sepan lo que están haciendo.

Por eso es que algunos están volviendo a la caleta arrasada, que era una suerte de toma que se había extendido por más de cien años, cuando salió el rumor que desde la Intendencia habrían dicho que tendrían que quedarse en el campamento por algo así como dos años. Porque en esas casas chicas que el mar botó a medias, construidas a pulso y sin diseño, refugiadas como Rosa Bustos piensan que hay mejores posibilidades de sobrevivir al frío. Y de no morir tristes y pobres en una ciudad que aún huele a enferma.

* Periodista de Qué Pasa.

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