Por Laura Varo* Abril 3, 2010

El fenómeno de las viudas negras -mujeres terroristas suicidas- va mucho más allá de las fronteras del Cáucaso. Han participado en atentados con reivindicaciones políticas, étnicas, religiosas. Una libanesa, Khyadali Sana Mehaidali, fue la primogénita de una saga que hoy se extiende por Sri Lanka, Palestina, Líbano, Irak y, claro, Rusia.

En abril 1985, Mehaidali, militante del Partido Nacional Socialista Sirio (en lucha contra la ocupación israelí durante la guerra civil del Líbano), se puso al volante de un camión de explosivos e hizo volar un convoy del ejército de Israel. Tenía sólo 17 años. Su intención, según declaraciones de sus cercanos, era vengarse del enemigo opresor.

A partir de ese día, la participación de mujeres en atentados ha aumentado. En 1991, Thenmuli Rajaratnam se convirtió en la primera mujer en utilizar un chaleco-bomba para hacerse estallar. Asesinó al primer ministro indio Rajiv Gandhi en el estado de Tamil Nadu, cuna del movimiento de los Tigres Tamiles.

La década de los 90 está plagada de azotes femeninos que decidieron participar en la lucha armada iniciada por sus padres, maridos o hermanos. Se trata de militantes salidas de formaciones con origen nacionalista y, generalmente, comunista, como el Partido de los Trabajadores del Kurdistán. El objetivo de sus ataques suelen ser militares. Como el caso de Elza Gazuyeva, una veinteañera chechena, quien tenía en la mira al comandante que ordenó la ejecución de su marido.

Tras los atentados del 11-S en Nueva York, la lucha se vuelve más encarnizada. Los ataques dejan saldos traumáticos con decenas de víctimas civiles y las mujeres se convierten en una poderosa arma terrorista en el nuevo panorama de la amenaza global. En 2002, por ejemplo, Wafa Idris, una trabajadora humanitaria que había sido repudiada por su marido al no poder tener hijos, fue la primera suicida palestina. Mató a una persona y dejó 100 heridos tras hacer estallar un cinturón con 11 kilos de explosivos en un atentado reivindicado por los Mártires de Al-Aqsa.

La detención, en 2009 de Samira Ahmed Jassim, una iraquí de 51 años, confirma la integración de las mujeres en la maquinaria terrorista de forma activa. Las autoridades iraquíes la acusaron de haber entrenado unas 80 yihadistas, de las que al menos 28 habían conseguido realizar un atentado. Actuaba para el grupo Ansar al Sunna, una formación suní vinculada a Al Qaeda.

La facilidad de las mujeres para acceder a determinados espacios y pasar desapercibidas, como demuestra la iniciativa de tres terroristas turcas que fingieron estar embarazadas para perpetrar sendos atentados en 1996, las convierte en una poderosa arma. Pero no todas deciden sacrificarse por su propia voluntad: en 2008, los terroristas iraquíes utilizaron a dos jóvenes deficientes mentales como bombas humanas. Las hicieron estallar por control remoto en dos mercados de Bagdad, lo que provocó 72 muertos.

Así, en la esfera terrorista, las mujeres han conseguido una extraña igualdad con sus colegas varones. No sólo actúan en solitario o en parejas suicidas, como ocurrió en los atentados de esta semana en Moscú. En 2002, de los cerca de 50 insurgentes chechenos que irrumpieron en el teatro Dubrovka de la capital rusa, 22 eran mujeres. El caso de la escuela en Beslán, en Osetia del Norte, es similar: entre los 35 integrantes de los Mártires de Riyad us-Saliheyn que se tomaron el colegio había un significativo número de mujeres. Al menos dos, Roza Nogaeva y Mariam Tuburova, participaron activamente en la matanza que terminó con 335 muertos -de los cuales 156 eran niños-, tras la intervención del ejército ruso.

* Periodista del Diario El País de España.

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