Por Daniel Greve* Abril 9, 2010

El chef catalán Ferran Adrià es noticia per se. Los es cuando hace cosas, porque lo que inventa siempre será polémico y estará al borde de lo que es ciencia y de lo que es cocina, y también cuando no hace nada. Bastó con que anunciara en el encuentro culinario Madrid Fusión que cerraría El Bulli, elegido cuatro veces consecutivas el mejor restaurante del mundo, para que el planeta gastara toda su tinta y megabytes disponibles en su honor. Adrià, ante eso, sólo juega. Sabe que, adonde apunte, la bola de color caerá en el objetivo y la blanca permanecerá en la mesa.

A nosotros, los periodistas gastronómicos, nos aburre la inercia con la que se escribe de Adrià. Podríamos escribir cada día de él. Un día por lo que hizo. Al siguiente, por lo que dejó de hacer. Y, esta vez, luego de esa siesta obligatoria que había sonado como ruidosa alarma, la noticia es otra: acción. Adrià vuelve a la carga, esta vez como profesor. Sí. Tal como suena.

No será la primera vez que Adrià pise Harvard. Su debut aquí fue hace dos años, en la Escuela de Ingeniería y Ciencias Aplicadas, donde llegó para hablar de nanotecnología e investigación de materiales, a sala llena. Mucha gente quedó fuera e intentó entrar por la fuerza. Linda alegoría a su restaurante, al que sólo entran 50 comensales por noche durante los seis meses que abre, y por el que muchos quedan eternamente en las listas de espera y hasta intentan sobornar a los relacionadores públicos. Lo de Adrià y Harvard, esta vez, se trata de que los alumnos -que estarán acreditados, sin necesidad de saltar rejas o guiñarle al guardia- "se sirvan de la gastronomía para hacer ciencia", según explica David Weitz, profesor de Harvard. Las clases de Adrià parten el 7 de septiembre, y será el primero en exponer sobre Cocina y Ciencia. Luego le seguirán otros chefs de lujo, la mayoría catalanes, porque -por fin- Adrià no estará solo, aunque sea el eje de la noticia.

Con él estarán cocineros de la talla de Joan Roca -de El Celler de Can Roca, tres estrellas Michelin- y Carme Ruscalleda, la mujer con más estrellas del mundo -tres en el Sant Pau de Catalunya, y dos en el de Tokio-, quienes también harán que sartenes y probetas sean de una misma familia.

Lo que vaya a mostrar Adrià siempre será inesperado. Puede que revele sus excéntricas técnicas de cristalización -recuerdo perfecto su "muelle de aceite de oliva", que era como comer filamentos caramelizados, como meterse una fibra óptica extra virgen en la boca- o de centros líquidos. Puede que no. Hasta eso, que suena a Futurama, para Adrià a veces ya está en el pasado. Lo que sí está claro es lo que les dirá a sus alumnos. Como buen self made man, el discurso será de quien aprende haciendo, de ensayo-error -normalmente con más de lo segundo que de lo primero-, por lo que las horas de vuelo en primera persona serán el mejor de los apuntes. No hay mejor enseñanza que la que viene de la anécdota misma. Para el resto de los exponentes, en cambio, la tarea será más dura. A pesar de que las expectativas son menos efervescentes, deberán estar a la altura, con elementos igual o más sorprendentes. Si Ruscalleda logra mostrar lo que pude ver en su restaurante -como la aplicación de medusas no venenosas en su fideuá-, ya tiene ganada a parte de la audiencia. Y si Roca es capaz de convencerlos de sus técnicas de cocina al vacío, del desarrollo de los aceites esenciales en la cocina y de la creación de destilados de cuanta cosa viva exista -en su restaurante pude ver el destilado de azafrán, el de pollo asado y el de tierra de bosque-, seguro tendrá en sus manos a la otra parte. Mientras lo de Harvard no signifique que llegó la era de un pollo asado on the rocks, aún estamos a salvo.

* Periodista especializado en gastronomía y vinos.

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