Por Francisco Javier Díaz Abril 9, 2010

A fines de los años 80 llegó a mis manos la entretenida novela El Cónclave Final, del controvertido sacerdote jesuita Malachi Martin. El texto describe, con sabroso detalle, las numerosas negociaciones, intrigas y purgas que se producen con ocasión de las cumbres cardenalicias para elegir al Sumo Pontífice. La novela realiza un relato de ficción acerca del primero de los cónclaves de 1978, el que eligió al cardenal italiano Albino Luciani como Juan Pablo I. Pero más allá de la curiosidad que logra despertar el libro por las prácticas de la alta curia en Roma, lo recuerdo esencialmente como una gran exposición acerca del poder, que deja al descubierto la lucha descarnada, pero cínica, que se da al interior de los cuerpos colegiados de las más altas esferas. Los discursos que los cardenales daban en sala eran piezas notables, llenos de implícitos, códigos y mensajes. Pero más interesantes se hacen cuando uno los contrasta con el relato de las conversaciones de pasillo, y constata cómo éstos se traslucen en las ceremoniosas intervenciones dentro de la capilla.

El libro es, en definitiva, un gran despliegue de los recursos que usa el poder para expresarse. Y uno de esos recursos es la existencia del cónclave en sí mismo. Vale decir, la existencia de una instancia concordada con anterioridad y legitimada al interior de la organización para dirimir las diferencias que existan, por profundas que sean. Y leyendo el libro, vaya que eran profundas las diferencias de la Iglesia hacia 1978, según el relato de Martin. Pero después de consumarse el mecanismo acordado, la institución salía fortalecida.

La Concertación se encuentra ante ese dilema: darle un cierto cauce racional a su existencia, más allá de los partidos individualmente considerados, a pesar de las profundas diferencias. Eso pasa por acordar mecanismos de diálogo (como el cónclave, el retiro, la convención o como quieran llamarle) y suscribir métodos para adoptar decisiones, primordialmente primarias para definir candidatos. Será ése el test de su verdadera existencia.

Parafraseando a un buen amigo, se podría definir a una coalición como aquel grupo de partidos políticos que permanece unido después de perder una elección. Porque cuando se es gobierno, no tiene tanta gracia reunirse. Cuando la Concertación estaba en el poder se realizaron numerosas asambleas, donde se destacaba la acción del Ejecutivo más que el cemento entre sus miembros. Hoy el desafío es distinto. Se trata de crear las bases de la coalición como algo más que la suma de partidos que gobernaban. Si algo quedó claro en las últimas semanas, es que una cosa es con guitarra -al nuevo gobierno le ha costado más de la cuenta instalarse-, pero también otra cosa es sin guitarra. Porque la Concertación no ha logrado dar con el tono y la univocidad que requiere una oposición atractiva y eficaz -menos en tiempos de terremoto-.  Y es el momento, también, para comenzar a delinear cómo resolverá el mecanismo de selección de candidatos. Es mejor definir aquello en frío que al calor de las elecciones sobrevinientes.

El solo hecho de que se realice el cónclave es señal de avance. Como en el libro de Malachi Martin, las conversaciones de pasillo pueden tener mayor sustancia. Probablemente el subtexto de las intervenciones será más relevante. La recriminación y el duelo son necesarios, siempre que no se traduzcan en actos de flagelación colectiva. Es el desafío de esta reunión. Dar cauce a un conglomerado que necesita acordar un cauce. Para que no sea ésta, como en el libro, la historia anunciada del cónclave final.

* Cientista político, ex asesor de Michelle Bachelet.

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