Por Francisco Javier Díaz Marzo 27, 2010

Cuando se forma un nuevo gobierno, siempre es bueno recordar experiencias anteriores. Aunque suene paradojal, uno de los puntos más sensibles es el trato que se establece entre la nueva administración y su propia base de apoyo. Porque la oposición es la oposición y, como tal, uno sabe que se encuentra en la vereda de en frente. En cambio, la relación con la base de apoyo es mucho más difusa y multiforme. A veces hay divisiones ideológicas. Otras veces existen divergencias políticas. Pero las más de las veces hay profundas desavenencias personales, producto de años de rencillas internas, desavenencias que sólo el líder puede abordar de manera individualizada, pero estratégica.

En este sentido, grandes lecciones se pueden extraer de un libro fenomenal: Team of Rivals, de Doris K. Goodwin. Habla de la trayectoria pública de Abraham Lincoln y de la manera como éste fue forjando su espacio político dentro de su partido y luego en la presidencia de la nación.

Porque en rigor, no fue fácil para Lincoln alcanzar el liderato indiscutido que hoy le asigna la historia. Se trataba de un político muy resistido dentro del Partido Republicano, que no había ocupado cargos de relevancia, que cargaba con dos derrotas senatoriales, y que, además, no provenía de la elite intelectual ni económica del país. Lincoln enfrentó una primaria particularmente disputada para ganar la nominación de su partido, venciendo a tres pesos pesados de la política norteamericana: el senador por Nueva York, William Seward; el gobernador de Ohio, Salmon Chase; y un conocido hombre público de Missouri, Edward Bates.

La genialidad de Lincoln -hasta entonces desconocida- radica en que supo manejarse hábilmente en ambas fases de la política: en la lucha electoral durante la primaria (donde el objetivo es vencer al otro) y luego en la fase de construcción de gobierno, donde el objetivo es integrarlo. Su estrategia fue arriesgada: en vez de ceder a la tentación de aislar a sus ex rivales (quienes terminaron muy dolidos con la elección), en vez de atrincherarse con su grupo cercano, prefirió integrarlos a su gabinete en los cargos más relevantes. Así evitó cultivar una hostilidad permanente de parte de Seward, Chase y Bates, y pudo generar una amistad política muy constructiva, la que fue crucial a la hora de enfrentar los difíciles días de la Guerra de Secesión.

¿Y cómo lo logró? Haciendo uso de su inmensa capacidad emocional, combinada con la majestuosidad que otorga el cargo. Lincoln se mostraba benevolente, pero hacía sentir que él mandaba. Integraba, pero dejaba claro quién tenía la última palabra. Daba juego y protagonismo a sus ministros, pero él cosechaba finalmente los logros. Es cierto, él asumía las responsabilidades, pero a la larga, se veía un equipo gobernando.

En definitiva, un gran libro -extenso, plagado de detalles incomprensibles para el recién iniciado en historia norteamericana- que habla de las cualidades personales de los presidentes. De la sicología estratégica que deben emplear. De la paciencia. De los riesgos. De la autoconfianza. De la resiliencia. En definitiva, como bien señala la autora, lo que queda de manifiesto con la historia de Lincoln es que virtudes que uno generalmente asocia a la decencia o la moralidad -como la bondad, la sensibilidad, la compasión, la honestidad o la empatía- pueden terminar siendo, también, poderosos recursos en el difícil y rudo arte de la política. Un gran libro para repasar por estos días.

* Cientista político, ex asesor de Michelle Bachelet

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