Por Angelina García* Febrero 20, 2010

El invierno en Nueva York es muy frío. También interminable. Dura días, meses, años, sin importar lo que diga el calendario. En esta época, la ciudad bordea los cero grados o menos. A veces es gélida, pero el sol brilla constantemente.  Nueva York no es una ciudad guardada y siempre invita a recorrerla, a vivir en sus calles. En invierno se hace difícil, cierto. La primera helada neoyorquina puede francamente partir en dos un pulmón latino, pero uno se acostumbra a todo después de un rato.

Aquí el invierno se puede hacer casi tediosamente rutinario. Aprendes a planificar las caminatas para las primeras horas del día, interrumpiendo siempre con el clásico brunch, que en esta época se extiende sin límite de tiempo o consumo. Es la mejor época para disfrutar de la variedad gastronómica de la ciudad, pues no resulta tan culposo pasarse unas horas sentado puertas adentro. La calefacción acá es un servicio sin excepciones. Claro que el cambio radical de temperaturas exige vestirse por capas, algo que también se aprende después del primer invierno: desde una polera sin mangas hasta una parka o abrigo, incluyendo gorro, guantes, bufanda.

Sin embargo, hay mucho más que hacer que consentir el paladar. El pasado fin de semana, después de una tormenta que nos tuvo encerrados el miércoles completo, el sol brilló otra vez y el Central Park se hizo imprescindible. Y aunque lo normal es que el frío te empuje a esconderte en uno de los museos que lo rodean, esos días uno se anima a romper la rutina. Patinar en hielo será el peor de los clichés, pero debo confesar que no se siente menos emocionante que cuando aquí te subes por primera vez a un taxi amarillo y miras con el cuello torcido los rascacielos. El más clásico y fotografiado es el Rink del Rockefeller Center, pero está siempre lleno y la pista no es particularmente grande.  Por eso, el del Central Park, con más espacio y menos gente, es el lugar ideal para romper mitos, superar la vergüenza y la vanidad (cosa que cuesta en una ciudad con tanto estilo). Con el cuerpo montado en dos hojas de metal, rodeado de las mansiones de cincuenta pisos en los "Upper Sides" del parque, con la peor música posible de fondo y el viento congelado quebrándote la cara, descubres que no se te había acabado la infancia. Que, por primera vez en tu vida de chileno mediterráneo, te gusta el invierno. Que ya no estás de visita.

Pasadas las 4 p.m., cuando la luz empieza a caer, Nueva York exige un refugio. En un día habitual la opción más fácil sería el cine. Sobre todo ver cine independiente y extranjero en Angelika's Film Center, Sunshine Cinemas, Film Forum, Lincoln Center, o alguna rareza o película de culto en el IFC. Pero cuando -de vuelta en Downtown Manhattan- ya has descubierto que eres local, se antoja algo distinto. El frío a esta hora es brutal, y sabes que el panorama que elijas no puede estar a más de 10 cuadras.  A unas 3 del metro, se asoma el New Museum. Su inauguración dejó mucho que desear, pero el lugar me sorprendió. Sobre todo porque me recordó que siempre hay nuevas formas de observar esta ciudad interminable si te animas a re-descubrirla. Desde el séptimo piso-terraza de este museo, el Lower East Side de Manhattan se muestra en todo su esplendor. Los projects al costado del East River y los modernos edificios que están dándole una nueva cara a este barrio fuera de ruta; las terrazas de los antiguos brownstones anteponiéndose a la postal recortada del Brooklyn Bridge. Nueva York se manifiesta como una pieza de arte infinita. La contemplo tras un cubo de vidrio, protegida del frío polar, entibiada por el sol de la tarde, como si ya no fuera invierno y esto fuera parte de mi colección privada.

* Periodista chilena residente en Nueva York

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