Por Álvaro Bisama Febrero 6, 2010

No fui a ver a la Pequeña Gigante. No lo soporté. Escuché los chistes que decían que el evento del Royal de Luxe significaba el fin de las políticas culturales de la Concertación, por medio de un apoteósico show de despedida. No tenían una mala tesis, la de la demostración concreta de la paradoja de cómo un gobierno con un 80% de aprobación no puede asegurar la continuidad de su coalición.

Por supuesto, hay que leer esa señal con cuidado, pero yo creo que es más que eso. Quizás la Pequeña Gigante y el tal Señor Escafandra sintonizan con algo más profundo; con el modo en que somos mirados a pesar de nuestros deseos: un país propicio para el exotismo, el desborde,  perfecto para el turismo periférico de la pobreza.

Somos esa clase de público y los otros nos ven así, nos leen así, porque a pesar de que lo negamos, nos gusta el realismo mágico y la batucada, adoramos las novelas kitsch de Isabel Allende y echamos de menos todas esas teleseries étnicas de Sabatini.

Quizás "el horroroso Chile" del que hablaba Enrique Lihn en A partir de Manhattan no era la jaula de la lengua sino esa pulsión populista que nos brota de repente, esa solidaridad nacional que aúna nuestra identidad al infierno de nuestros lugares comunes. A mí, la verdad, me parece que es muy poco, que es muy pobre, que es muy obvio.

Así, cada verano nos convertimos en el público embobado ante cualquier megalomanía de saltimbaquis, del carnaval de clichés que homogeneiza todo en la identificación falaz del arte con el espectáculo callejero, y a la fiesta cívica con la imagen de una multitud esperando el chorro de agua de un géiser cerca del Mercado Central.

Sí, es espectacular, pero también es repetido porque esa es la rutina cultural de los espacios públicos de todos los veranos. Ahí, el megatítere de moda (la Mujer de Cobre, la Pequeña Gigante, el tío Escafandra) se intercala en los noticiarios con los reportajes de los adolescentes ebrios de Reñaca, como si los editores de contenidos no tuvieran otra cosa en pauta.

Así somos. No en vano, estamos en un país cuyo presidente electo es dueño de un canal donde "Infieles" es el programa estrella del prime y cuyo contendor más complejo -MEO: el epítome de nuestro progresismo futuro- era un cineasta clase Z, que llamó a una película suya Mansacue.

Tantos años jurándonos los ingleses de América del Sur, los jaguares del Pacífico, tantos años saliendo del subdesarrollo y haciendo ostentación de gobernabilidad quizás no sirvieron de mucho.

Es lo que tenemos, lo que hay, lo que elegimos.

La caridad empieza por casa. La cultura es nuestro mejor espejo: con suerte, el Royal de Luxe es el mejor de los lujos que podemos permitirnos.

* Escritor. Autor de Música Marciana

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