Por Alberto Fuguet* Febrero 6, 2010

El jueves 28 de enero, en medio de una ola de calor, empecé a ser bombardeado por llamadas, mails y mensajes de texto. Había silenciado mi celular y, de pronto, vi que tenía 17 llamadas perdidas de números que no conocía. Había muerto Salinger. Las llamadas no eran de amigos o parientes; eran periodistas radiales, de diarios, de blogs y hasta de la tele. Luego me empezaron a llegar mails de lectores y amigos de todas partes del mundo. Uno me dijo que ahora sí que se sentía solo. Otro me confesó que su mejor amigo era -sin dudas- Holden. Varios simplemente me daban el pésame.

J.D. Salinger, el célebre autor de culto, famoso, entre otras cosas, por no ser famoso, por haber sido capaz de renunciar en la cima (una suerte de voto zen, a la tranquilidad y a la desconexión), la voz de la desafección adolescente, el inventor de la familia disfuncional, había muerto. Buena parte de aquellos que estaban reporteando el tema, preparando la edición del día siguiente, eran lectores suyos y se sentían con toda la legitimidad del mundo un tanto huérfanos y de luto. Salinger provocaba eso: te integraba de inmediato a su mundo y te hacía parte. Tampoco te soltaba.

Hacia las 8 de la noche, luego de escribir sudando una suerte de mini-obituario para La Tercera, hablé por teléfono, al aire, pero con más calma, con Radio Cooperativa sobre el legado y significancia de Salinger. Traté de hablar como un escritor. Y cuando trataron de hacer los links entre el autor de Nueve cuentos y yo hice lo posible por escudarme y dije que simplemente era un fan y que, de lazo, poco.

El jueves pasado, no fui capaz o no quise o no pude aceptar que sí, en efecto, algo tenía que ver. Pero no porque escribía parecido (ojalá) o había escrito un libro con un personaje de la misma edad de Holden, un tal Matías, narrador y dueño de mi novela-para-adolescentes Mala onda, que, en un acto de transferencia casi sicótico, termina de leer El guardián ante el centeno durante su caída libre y, tal como Caulfied, se arranca y se instala en un hotel (el City, en vez del Edmont).

Nunca quedé muy conforme con ese guiño a Salinger en mi primera novela, pero hoy capto que era inevitable. Era tal lo que yo le debía a J.D., era tal el robo a mano armada, que quizás pensé que era mejor mostrar la deuda que negarla. Porque sí, yo no existiría como autor si no hubiera leído a Salinger en el momento que lo leí. Lo leí al ingresar a Periodismo, lo leí como un favor a un primo que tenía que leerlo para el colegio y me pagó para que yo le escribiera un reporte. Lo que hice fue escribir una suerte de cuento en la voz de Holden, pero en castellano. Ahí partió todo. Ahí entendí que escribir sobre uno y lo que te  interesa y te atrapa y te retuerce, no tiene nada que ver con escribir para los demás o acerca de los temas que los otros necesitan o estiman pertinentes.

¿Que qué fue Salinger para mí? Una confirmación, un aliento, un apoyo, una coincidencia, un par (con todo el respeto y distancia), un modo de ver la vida, una forma de escribir, un universo, una estética, un lenguaje, una ciudad, una opción de cómo relacionarse con la prensa y acaso el mundo. Salinger legitimó una voz y una moral que incluso hoy sigue siendo despreciada. Holden Caulfield y la familia Glass poseen el ADN de todos los personajes que me interesan y que, ya lo sé, ineludiblemente se parecerán a los que inventaré a futuro.

Más que lamentar su muerte ese jueves, ahora capto que lo que lamento es no poder volver a leerlo por primera vez.

* Periodista, escritor y cineasta

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