Por Ximena Calvo* Enero 30, 2010

Pienso en Haití y siento que mi historia se vincula desde hace tiempo con ese país olvidado por el "desarrollo". En mayo de este año se cumplen siete años desde la primera vez que pisé suelo haitiano. En esa oportunidad, viví casi ocho meses allá trabajando en la Klinik para la Fundación América Solidaria, que era un consultorio ubicado en las afueras de Puerto Príncipe. Haití me pareció un desastre, me generaba contradicciones, lo amaba y lo odiaba al mismo tiempo. Tuve la sensación de estar en contacto por primera vez con la miseria, la indignidad, la fortaleza, y lo que significa sobrevivir. Ésas fueron palabras que se me hicieron concretas en un lugar de vudú, catolicismo, calor, machismo y hacinamiento.

Al dejar Puerto Príncipe, en diciembre de 2003, pensé que ese país no podía estar peor. Era imposible imaginar un escenario más precario. Sin embargo, la vida es irónica y nuestras teorías sobre la realidad, las probabilidades y el futuro son siempre burdas. Siete años después vuelvo a Haití y no puedo describir lo que siento. Decir que Puerto Príncipe está literalmente en el suelo, que la gente esta pasándolo muy mal, que todos están sufriendo, que todos están sin techo, que todos han perdido a más de un ser querido, que no hay agua, que la comida es escasa, que la situación no va a resistir mucho tiempo más así, me suena a poco. Me suena a algo dicho y no escuchado. Me suena a Haití.

Esta vez la misión duró diez días y recién llegamos el sábado 23 de vuelta. En el equipo íbamos médicos de América Solidaria, del SAMU, del Colegio Médico y del Minsal; trabajamos duro, trabajamos en equipo, trabajamos con pocos recursos. Nos desplegamos en dos lugares de trabajo. Uno era el Hospital Universitario de la Paz, donde la gente -al principio- se agolpaba en la entrada y se mezclaban heridos, vivos y muertos en el caos más absoluto. Una de nuestras primeras y más exitosas tareas fue ordenar eso, trabajando en coordinación con españoles, cubanos y colombianos.

El otro lugar de trabajo era la Premature -el patio de la casa del primer ministro-, donde había un campamento al aire libre con cerca de 1.500 personas que nos necesitaban. Desde allí, y luego de contactarnos con unas españolas de la ONG "Ananda Marga", comenzamos con operativos de salud móviles. No sé cómo describir lo que vi y no sé tampoco cómo explicarles la fortaleza de los haitianos frente al dolor y el desastre. Ellos saben que están desamparados, que siempre han estado a la deriva. Saben que son el patio trasero de todo el mundo, y sin embargo, luego de haberlo perdido todo, se levantan y se ayudan entre ellos. Me acuerdo de un día en la Premature en que conversaba con una mujer haitiana un poco más joven que yo, llamada Sherline. Ella no estaba herida y nos ayudaba con la traducción. Por cierto, ella era mucho más educada que el promedio haitiano. Sherline me contó su historia, igual a la de todos por estos días allá. Sin embargo, lejos de querer escapar del país, me pedía que la ayudáramos, que su gente nos necesitaba, que ella podía coordinar ayuda para los heridos. Tenía tanta pasión y compromiso por su país, por la vida, por el otro, que no pude más que admirarla.

Yo volví hace unos seis meses de Suiza, donde viví en Zúrich por un año. El contraste con lo que puede verse en Puerto Príncipe es tan extremo que no puedo convencerme de que todos habitamos la misma tierra. Por eso tengo rabia. Por eso siento impotencia. Pero aun así, volvería a Haití.

* Médico chilena de Fundación América Solidaria. Acaba de regresar de Haití

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