Por Octubre 31, 2009

Domingo 25 de octubre, 2 de la tarde. Isidora Goyenechea frente a la Plaza Perú. Decenas de personas recorren los puestos de anticuarios y vitrinean en las anchas veredas. Algunas almuerzan en ese lugar mágico que es Coquinaria o se acomodan en la librería, comen una pizza en el insuperable Tiramisú o disfrutan de la decoración del Hotel W.

Es una de las esquinas más caras de Santiago, es verdad. Pero construir un espacio urbano que invite a caminar, a encontrarnos y a compartir no pasa por el dinero. Hacer compatibles y armónicos los distintos usos de la ciudad -vivir, trabajar, distraerse, practicar el ocio- es un asunto de prioridades, de mirada, de intenciones, no de marcas ni de glamour.

Tal vez con un cine de barrio -pero los tiempos al parecer no están para eso-, El Golf podría acercarse a lo que fue en sus mejores tiempos el centro de Santiago: centro cívico, centro financiero, pero también lugar de encuentro, amable de recorrer y terreno fértil para conversaciones de esquina.

Si tenemos pocos lugares que produzcan ese fenómeno es por diversas razones. Primero, las macro: escasas normativas y políticas urbanas de parte de las direcciones de Obras, exceso de autos, un transporte público que, como dice Christian De Groote, no tiene perdón de Dios, municipios con más o menos recursos, con más o menos sensibilidad y cultura.

Ahora bien, sin normas claras, el espacio a la discrecionalidad es amplio para que el gusto personal y vanidad entren en acción. Y aquí, nadie puede tirar la primera piedra. Incluso los grandes-grandes del mundo: Foster, Calatrava, Pei, Zaha Hadid -que se mueven entre una obra y otra, de Londres a Dubái, en sus jets privados- han sucumbido a la tentación de "dejar su huella". Hasta ellos, los llamados star architects, olvidan en ocasiones aspectos vitales como el entorno, la locación, la especificidad de una obra, las necesidades de quienes la utilizarán.

Al riesgo de que los arquitectos chilenos también busquen imponer su propia agenda estética por sobre la función social, en nuestro país se suma otro factor aterrante: nuestra avidez para seguir modas, copiar tendencias, "comprar" arquitectura como si fuera un bien de consumo cualquiera y no uno que puede determinar nuestra calidad de vida.

La consecuencia: demasiados espacios urbanos que no son más que aglomeraciones de torres enormes y vistosas (tan brillantes que producen el espejismo de que vivimos en una gran ciudad), que se enorgullecen de su tamaño y constructibilidad, y que poco y nada aportan al peatón y al ciudadano "de a pie", al habitante. Grave error (y de larga vida). Lo dijo otro de los grandes, el arquitecto Rafael Viñoly, hace unos meses en la revista Vivienda y Decoración: "A diferencia del arte, en que la obra es mérito de su autor, no son los arquitectos los que hacen posible la arquitectura, sino los usuarios".

* Directora de la Escuela de Periodismo de la U. Finis Terrae

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