Por Mathias Klotz * Septiembre 26, 2009

Frente a las últimas iniciativas para levantar monumentos a personalidades destacadas -como a Juan Pablo II-, estoy convencido que de prosperar, asistimos nada  más que al comienzo de lo que puede ser una competencia desbocada por ver quién hace el mono más grande.

Guardando todo el respeto y admiración que las personas homenajeadas se merecen, así como tantas otras caricaturizadas en cuanta plaza o bandejón central existe, la devoción chilena por el fetichismo es sorprendente.

Basta asomarse a Coquimbo para ver hasta qué punto puede llegar el sinsentido en estas materias, donde literalmente compiten moros y cristianos por ver quién llega más alto, o en términos freudianos, quién la tiene más larga.

Lo de Coquimbo no es de extrañarse, al menos en lo que a moros se refiere, ya que esta nueva cruzada de ir colocando banderitas como en el Monopoly ha llegado hasta el mismísimo Peñón de Gibraltar, donde una mezquita de descomunales proporciones recibe, a la vez que sorprende y deja perplejo, a todo navegante que entra al Mediterráneo, quien inexorablemente experimenta una suerte de déjà vu…

Pero sin entrar a profundizar en lo que estas manifestaciones religioso-culturales pretenden demostrar, qué duda cabe que desde hace tiempo que al hombre, y en especial al chileno, le encantan todo tipo de objetos corpóreos que recuerden   algún desastre o prócer.

Aceptando que esta tendencia natural hacia la adoración de figuras es un dato de la causa contra el que no se puede luchar, al menos ahora surge el problema de cómo es que representamos a el o los homenajeados.

El caso más patético que se me viene a la mente es la representación  de Arturo Prat,  materializada a un costado de la Municipalidad de Vitacura, donde el héroe nacional aparece surfeando arriba de unos objetos aparatosos, acompañado de  sus respectivos -siempre demasiado pequeños y chuecos- mástiles blancos (para instalar un mástil -que para nada debieran ser blancos, sino más bien negros- hay que hacerlo al menos utilizando un plomo). 

Volviendo a la contingencia del monumento a Juan Pablo II- estatua de proporciones desproporcionadas, con pedestal de dos pisos- que se pretende instalar  frente a la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile, pienso que no puede existir peor homenaje que los homenajes literales, ejecutados seguramente por manos menos hábiles que las de Miguel Ángel y con materiales menos nobles que los que se emplearon para el David.

Hay pocas cosas más difíciles que proyectar monumentos. En eso nos destacamos  -salvo contadas excepciones, como el monumento a Schneider y el recientemente inaugurado Memorial a Jaime Guzmán- por hacerlo generalmente muy, pero muy mal.  Se me viene a la memoria un alcalde cuyo nombre ignoro, que decidió homenajear a Condorito y parte de su imaginario. El resultado fue predecible: un Gran Condoro.

Hasta cuándo seguimos tratando la ciudad como si fuera el patio de los alcaldes, donde cualquier donante iluminado de la mano de la autoridad de turno hace lo que le viene en gana, llenando nuestras calles de cachivaches rascas que imposibilitan la ocupación del espacio público. 

Hagamos parques, plantemos árboles y construyamos ciclovías: eso es lo que el ciudadano requiere.

* Decano de la Facultad de Arquitectura de la U. Diego Portales

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