Por Héctor Soto Septiembre 19, 2009

© Soledad Menchaca (ilustración)

Es quizás lícito ver en el proyecto biográfico del Che llevado a cabo por Steven Soderbergh una gran película y el tributo entusiasta o inspirado, si no de la izquierda norteamericana, al menos de la llamada sensibilidad progresista gringa, a la figura del más célebre guerrillero latinoamericano de esta época. Pero de ahí a saludarla como un modelo de objetividad cinematográfica o como una mirada ambigua y con claroscuros a la opción política que el Che representó, bueno, es un salto mayúsculo.

Por de pronto un salto con la vista vendada y que sólo puede explicarse por el terror de los críticos de quedar al margen de la larga procesión con que la conciencia política correcta lleva a un extremista delirante y de rasgos psicopáticos a los altares de la santificación heroica.

Está bien: cada cual es libre de levantar su animita donde quiera y Soderbergh levantó la suya. En lo que no debiera existir tanta impunidad es en percibir ambigüedad donde sólo hay verdades de cartón piedra y valores monolíticos. O en reconocer objetividad donde sólo hay beatería y la vieja fascinación de cierta izquierda por "los fierros".

Si hay tantos interesados en que Che califique con gloria en las arenas del cine político, es al menos sospechoso que la crítica no se haya planteado ni por asomo algunas cuestiones expresivas básicas -como la relativa al uso del falso documental en la primera mitad de la cinta, o como la gradual pérdida de la perspectiva política y social del relato en la segunda parte-, para circunscribirse exclusivamente en la dimensión misional y compradora de un guerrillero asmático y sufriente que lucha por sacar adelante su revolución, implantada en el macetero improbable de las quebradas bolivianas. Hay algo de juego poco limpio en ese reduccionismo. Por favor. No porque al verdugo le duelan las manos cansadas y heridas, después de haber estado todo un día cortando cabezas, su función es más admirable o abnegada. El Che representó en términos políticos una opción -la vía armada y la revolución marxista- y, con asma o sin asma, es raro que la cinta tenga miedo de presentarlo en esos términos. Hasta donde recuerdo, el concepto de vía armada no figura una sola vez en la primera parte y tiene apenas una o dos menciones circunstanciales en la segunda. Eso no es anecdótico; corresponde más bien a una estrategia de no llamar las cosas por su nombre.

La biografía fílmica del Che apesta a hagiografía, a vida de santo. El magisterio de este Che es persuasivo, pedagógico, solemne, justiciero, casto y redentor. Las imágenes  sugieren que no fue a Bolivia a hacer una revolución violenta y demencial; para Soderbergh, fue a cumplir un destino mesiánico que estaba más allá de él porque venía dictado por el llanto y el dolor ancestral de los explotados y desheredados de este mundo.

No me escandaliza en absoluto que haya quienes se traguen este lagarto. Que lo disfruten. Pero desde luego me asiste el derecho a decir: no, gracias, no me sirvo.

*Periodista y crítico de cine.

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