Por José Manuel Simián, desde NY Septiembre 5, 2009

Tras las escaleras, el cielo de Nueva York, la vista del río Hudson terminando su recorrido hacia el Atlántico, Nueva Jersey al otro lado de las aguas, y los edificios industriales de Chelsea al alcance de la mano. A nueve metros sobre el pavimento de Manhattan, el parque High Line -última adición a los más de 1.700 lugares públicos de la ciudad- es un pequeño milagro urbano que parece flotar sobre el extremo oeste de la isla.

Las vías elevadas sobre las que se emplaza fueron construidas en los años 30 para evitar que los trenes de carga siguieran atropellando neoyorquinos. Pero los camiones y las autopistas las volvieron obsoletas, y para 1980 los ferrocarriles dejaron de rodar. Durante décadas, sólo un fanático de los trenes, Peter Obletz, logró salvar la estructura de dos kilómetros de la demolición. Y cuando en 1999 el alcalde Rudy Giuliani se aprestaba a darle el tiro de gracia, un grupo de activistas decidió reciclarla en un parque para todos los neoyorquinos, tal como los parisinos habían hecho con la Promenade Plantée.

El moderno diseño del parque, abierto en junio (la primera de tres etapas posibles),  mantiene el espíritu ferroviario de sus cimientos: largas y delgadas planchas de concreto cubren el suelo, evocando rieles; arbustos crecen entre brechas que parecen durmientes. Más allá, parte de los verdaderos rieles siguen en su lugar, empotrados en concreto, y árboles y flores emergen de bandejones de acero oxidado.

Caminar por el parque High Line es ver la ciudad desde una altura que nos hace sentirnos simultáneamente poderosos sobre los peatones y más conscientes de nuestra fragilidad ante los edificios que enfrentamos cara a cara. Es también recorrer la historia y las contradicciones de una urbe: bajo nuestros pies descansan las ruinas de una modernidad obsoleta, mientras a pocos metros surgen tiendas de alta costura junto a frigoríficos de carne todavía en operación. Y sobre nuestras cabezas se alza el sofisticado Hotel Standard que, ante tanto cambio, parece haber querido asegurar su destino posicionándose directamente sobre el parque.

La vista se escapa siguiendo el trazado de la plataforma, que serpentea entre los edificios. Entonces, en una de sus vueltas, nos encontramos con un anfiteatro que tras un ventanal tiene como espectáculo incombustible  la Décima Avenida de Manhattan, con sus taxis y camiones transitando incesantemente hacia el norte.

Ahí, en medio del ruido, el High Line nos invita a usar la ciudad como un espejo para mirarnos a nosotros mismos. 

* Periodista de NY1 Noticias

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