Por Benjamín Galemiri, dramaturgo Agosto 27, 2015

Comencemos tomando en cuenta como regla totémica que toda obra de teatro tiene su historia oficial, que es lo que se cuenta, y su historia oculta, que es la que maneja realmente los hilos dramáticos o cómicos de una obra. Ése es el momento en que el autor se desnuda escrituralmente frente al público, donde surge su caverna cultural, que es todo el aparataje familiar, de acontecimientos, de malas grabaciones, sobre todo en la infancia. Hace muchos años que la cartelera chilena se dedica a “reportear acontecimientos de la vida real” o a montar mucho teatro europeo, pero muy distanciado.

Si uno va a París, Londres o Berlín, verá obras donde uno capta que hay un poderoso mundo interior, un dolor que nunca se escapa y en donde la escena del reconocimiento o la caída de las máscaras deja al espectador en un estado de “final iluminante” y que se dice a sí mismo: “Ah, de eso se trataba la obra”. Por ejemplo, yo escribo para agradar a las mujeres y a mi padre, quien murió en un  accidente de auto. Quienes lo acompañaron en su agonía final, dicen que expresó el mejor monólogo de una obra teatral. Tras ese instante voy con mis obras, y de pasada, también, creerme patéticamente un seductor serie B de las mujeres. Como siempre estoy hablando de mis primeros años de vida, sigo viendo, por ejemplo, a los políticos como niños haciendo brutales travesuras y buscando enajenadamente el poder y, cuando lo consiguen, no saben qué hacer con él.

Teniendo a Chile como una metáfora  teatral de la historia oculta, no veo en ninguna parte alguien que nos diga ¿para qué Chile? Es una crucial pregunta que todos los teatristas nos deberíamos hacer. ¿Por qué seguir haciendo teatro?, y como no sabemos, seguimos. Así como Chile, el teatro es un arquetipo dramático, con sus tres actos, su caída de máscaras, que ahora vemos con el tema de las boletas, y es ahí donde aparecen los personajes de una obra teatral, lloran, desmienten, se acusan, ésa es la caída de máscara, que es lo que menos quieren los políticos.

Este es un país que tiene una metáfora muy teatral: el exilio. No ha salido aún una obra portentosa sobre ese tema. Yo tampoco la he hecho. Lo que echo de menos, como cualquier pequeño burgués del mundo del teatro, son los increíbles desnudamientos escriturales franceses, por ejemplo: el grandioso dramaturgo  parisino Olivier Py, con su obra La sirvienta, él se quita la máscara dentro de la obra y sale a relucir su caverna cultural interna: “Soy gay y cristiano”.

Recuerdo a Woody Allen, que ha dicho: “Yo creo que los seres humanos nos metemos en historias de amor, relaciones de pareja, para olvidar la muerte”. Hay allí un autor que queda desnudo frente a la humanidad. Como todavía no sabemos cuál es la historia teatral oculta de Chile, seguiremos mintiendo en el escenario descaradamente, y lo que el espectador quiere es que el autor o director le abra la puerta de su vida. Hay que escribir, dirigir, actuar, hacer política como si uno se fuera a morir mañana. En el crepúsculo fraudulento de Chile, todo pasa como en una mala obra, los personajes desdibujados, los diálogos con los superobjetivos desterrados, la aparición del anticlímax, espantosa regla venida de las horribles teleseries y que se ha incubado en nuestra vida política y teatral  actual. El teatro, me decía un gran dramaturgo alemán, “es el último lugar donde está la verdad”.

Ahora la verdad es mentira. ¿Cuál es la historia oculta teatral de Chile? Algunos dirán el guacho Riquelme, no  está mal, el padre que no te reconoce. ¿Se hacen obras con ese tema crucial?  Nunca. Claro que nuestros padres no nos quisieron lo suficiente o nada. Yo viví eso, pero también como un tobogán, quiero a mi padre. Esa es mi tragedia griega. Está en nuestras manos de teatristas impulsar obras dramáticas en las que dejemos toda nuestra sangre en el escenario.Y, como en la Biblia, ahí nos querrán. No es éste un problema de espectadores. Somos nosotros los que estamos en deuda. Tenemos que pagar nuestra cobardía.  Llegó la hora.

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