Por Diego Zúñiga Contreras, desde Bonn Agosto 20, 2015

Cuando Antony Beevor describe la guerra, lo hace de forma magistral. Si dice que en el frente de combate había 20 grados bajo cero, uno se enfría un poco. Y si habla de soldados enloquecidos por las explosiones de las municiones de mortero, a lo lejos pareciera resonar el estallido ensordecedor de las bombas sobre las trincheras. La capacidad narrativa del historiador británico y académico de la Universidad de Kent está fuera de discusión. Sus libros Stalingrado y Berlín. La caída: 1945 son aclamados precisamente por la profusión de datos y el buceo en documentos desconocidos o clasificados hasta el momento, todo ello aderezado con un estilo exquisito. La ecuación, como era de esperar, se repite en Ardenas 1944, donde Beevor describe con un nivel de detalle que puede ser agotador —especialmente cuando habla con precisión de las fuerzas desplegadas sobre el terreno— la última apuesta de Adolf Hitler en su intento por doblegar la ofensiva aliada que se cernía sobre el territorio del Reich.

Beevor acude a una serie de fuentes, como diarios personales, cartas y entrevistas, para narrar la corta, pero sanguinaria, última aventura de los ejércitos nazis. Habla de masacres de las SS, pero también de cómo los aliados bombardeaban caravanas médicas de los alemanes, debidamente marcadas con la cruz roja. Relata fusilamientos de civiles por parte de los nazis, sedientos de venganza contra los pobladores que festejaron los primeros avances de las tropas estadounidenses, pero no pasa por alto cómo los aliados disparaban sin piedad contra alemanes que ondeaban una bandera blanca en señal de rendición.

La guerra es, claro, un lugar ideal para que broten la miseria humana y la brutalidad más vergonzosa. También es escenario de disputas políticas y de poder (¿ego?). Ardenas 1944 navega entre la guerra misma y la trastienda, como las disputas entre el mariscal Bernard Montgomery, que ansiaba un protagonismo mayor en el frente occidental, y Dwight Eisenhower, general estadounidense al mando de los ejércitos en esa zona. Montgomery perdió buena parte de su buena estrella con la horrorosa organización de la Operación Market Garden, aunque nunca fue muy consciente de sus limitaciones en el marco de una guerra donde Estados Unidos llevaba la voz cantante y Reino Unido jugaba un rol a todas luces secundario.

Los aliados no se esperaban una ofensiva alemana, a cuyos ejércitos creían tan faltos de personal y de equipos como de moral y ánimo de combate, por lo que las líneas del frente estaban formadas por soldados bisoños, carentes de experiencia, que fueron presas fáciles para las fuerzas alemanas. La lucha fue encarnizada, y Beevor la compara con los peores combates ocurridos en el frente oriental, donde los nazis desplegaron la lógica de la guerra racial sin conmiseraciones. Eso explica algunas masacres ocurridas en territorio belga, descritas sin remilgos por el historiador. Beevor juega con la narración, mezclando la reconstrucción histórica pura con la participación en la guerra de Ernest Hemingway, al que califica de “un turista de guerra empedernido”, aficionado a beber más que a disparar, y de J. D. Salinger, que en términos militares sale un poco mejor parado.

Los alemanes lanzaron su ofensiva en diciembre porque sabían que el invierno impediría a las fuerzas aéreas aliadas cumplir con sus misiones de reconocimiento y ataque. Esa ventaja momentánea se convertiría pronto en un problema, porque el frío y la nieve impedían también el avance de los alemanes. Desesperado por la imposibilidad de usar su casi absoluta superioridad aérea, el general estadounidense George Patton llamó por teléfono al capellán del III Ejército y le pidió una plegaria eficaz para que el cielo despejara. Como no encontró nada en los libros de oraciones, el capellán inventó una que dejó satisfecho a Patton. Los libros de Beevor son apasionantes y atrayentes porque, entre lluvias de cohetes V-1, tanques Sherman y cadáveres congelados, dejan al desnudo la humanidad que brota, a veces como última respuesta ante la desesperación, en medio de la mayor de las miserias. 

Relacionados