Por Claudio Hetz, codirector del Instituto de Ciencia Biomédica, U. de Chile Agosto 13, 2015

En la primavera del 2012 mi mujer fue diagnosticada con esclerosis múltiple (EM). Lo que partió como una molestia en su audición y progresivos problemas con su equilibrio se transformó de repente en una amenaza que se cernía sobre nuestro futuro. Como investigador de otras enfermedades neurodegenerativas, sabía que se recuperaría de este “ataque”, pero también que vendrían otros que a la larga podían afectar sus capacidades sensoriales y motoras. En las primeras visitas al especialista el panorama se tornó aun más inquietante. Un alto porcentaje de los pacientes inicialmente diagnosticados con EM remitente-recurrente desarrollaban una forma más agresiva y progresiva de la enfermedad que inevitablemente terminaba con ellos postrados en una silla de ruedas y con diversos problemas de discapacidad. Nos preguntábamos, al igual que todas las familias afectadas por este mal, si podría seguir trabajando, cómo cuidaríamos a nuestros hijos y qué significaría para ellos crecer con una madre enferma.

La siguiente especialista nos explicó que gracias a los últimos avances científicos el panorama no era tan desalentador. Aunque el daño neuronal era evidente, todavía no manifestaba ninguna discapacidad. Con el tratamiento adecuado y algo de suerte, podía experimentar pocos ataques futuros y había claras posibilidades de que no sufriera discapacidades inhabilitantes. Las buenas noticias eran que la enfermedad era cubierta por el AUGE, que incluía en su canasta las costosas drogas que previenen el avance de la enfermedad. La investigación biomédica había avanzado mucho y existían múltiples opciones terapéuticas. Esto permitía a los médicos decidir la alternativa terapéutica más adecuada caso a caso, dependiendo de la respuesta y evolución de cada paciente. En el curso de mis estudios doctorales en Suiza, conocí bien a los científicos que desarrollaron la primera droga contra la EM, el Interferón, en el instituto biotecnológico SERONO. Esta experiencia me mostró que la investigación científica puede impactar positivamente la salud de las personas. Actualmente varias farmacéuticas están desarrollando nuevos tratamientos que apuntan a frenar el desarrollo de la enfermedad y no sólo paliar sus efectos. En nuestro caso, el tratamiento comenzó con el Interferón, pero más tarde siguió con Gilenya, que ha demostrado reducir significativamente la progresión de este mal y la ha mantenido libre de síntomas.

La semana pasada, sin embargo, las perspectivas de que esto continuara así fueron repentinamente interrumpidas al enterarnos de que el Ministerio de Salud había decretado de modo unilateral, y sin informar a médicos ni pacientes, restringir las drogas de la canasta AUGE a medicamentos de Interferón y Acetato de Glatiramero, buenos tratamientos, pero ineficaces en casi un 40% de los casos. Así, se excluyeron de la cobertura todos los otros fármacos indicados para formas más agresivas de la enfermedad. Los afiliados a Fonasa ya tenían dificultades para acceder a estos tratamientos más caros y debían levantar recursos de amparo para obligar a Fonasa a cumplir con la garantía en salud prometida por el AUGE. Un grupo de pacientes del sistema público se reunió con la comisión de Salud del Senado en noviembre del 2014 y con el subsecretario, Jaime Burrows, en enero de este año para solicitar garantías de acceso a todos los medicamentos disponibles, tal como ocurría en el sistema privado. Contrario a lo esperado, el Minsal dictó un decreto que al restringir explícitamente las medicinas de la canasta a dos, les impidió acogerse a los recursos de amparo que hasta entonces les habían permitido ocuparlos. Lo que el Minsal no anticipó fue que las isapres utilizarían esta vía para negar esas drogas a los afiliados al sistema privado.

Las medidas tomadas por el Minsal afectan un derecho ya adquirido por los pacientes que estaban tomando estos remedios y los exponen a un grave riesgo de empeorar su condición. Esta semana la Superintendencia de Salud reconoció que el decreto lesionaba los derechos de quienes ya recibían estos medicamentos y emitió un instructivo para que las isapres y Fonasa no puedan suspender el tratamiento de fármacos a pacientes con EM. Esto soluciona el problema, por ahora. Pero es un síntoma de una situación muy grave. En primer lugar, nos recuerda las inequidades en el acceso a la salud que existen entre los afiliados al sistema privado y el público. Los primeros sólo necesitaban de una receta para obtener las drogas indicadas por sus médicos; los segundos debían tomar una acción judicial. Pero implica, además, que todos quienes sean diagnosticados de ahora en adelante tendrán sólo dos alternativas de tratamiento, no necesariamente las mejores para sus casos particulares. Esto pone en duda la verdadera voluntad política del gobierno para garantizar la salud de todos los chilenos, sobre todo a la luz de la recientemente promulgada ley Ricarte Soto. No hay una buena razón que explique por qué esta medida fue tomada sin consultar a los expertos en la materia. Todos estamos de acuerdo en que se trata de una decisión unilateral y arbitraria cuyo único objeto era reducir el gasto en que el sistema público incurre por estos pacientes. Aquí radica el error más grave de todos, pues ya ha sido demostrado que el costo para el Estado de que estas personas empeoren supera con creces el valor de sus remedios. Es de esperar estrictas disposiciones éticas de parte de quienes diseñan políticas públicas, pero que además se basen en resoluciones sensatas y bien informadas.

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