Por Edmundo Paz Soldán Julio 15, 2015

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Hace poco estuve en Japón por primera vez y descubrí –entre muchas otras cosas extrañas– que estaban de moda los cafés con animales. En Asakusa, uno de los distritos de Tokio que más conserva el estilo antiguo de la ciudad, encontré un café con conejos cerca de la estación de trenes, pero el alto precio de la entrada –20 dólares la hora, consumo aparte– me disuadió de curiosear allí. Vi uno con gatos calicó en el distrito de Shinjuku, pero al final fue en Kioto donde me animé a pagar 9 dólares por el placer de tomarme un capuchino rodeado de nueve gatos. 

Apenas ingresé al local, la encargada me dio una serie de reglas estrictas sobre qué hacer y qué no con los gatos. Ella fue a prepararme el café mientras yo me acomodaba entre las mesas. Los gatos dormían, despreocupados de esos seres humanos que buscaban su compañía. Se los veía elegantes, recién bañados y con el pelo bien cortado. Una chica sacaba fotos a mi lado; éramos los únicos en el café. Al rato llegaron unas diez personas, la mayoría mujeres con pinta de universitarias. La encargada despertó a los gatos y con palmadas enérgicas cerca de la cola los obligó a interactuar con nosotros. Las chicas, muy entusiastas, posaban con los animales y sacaban fotos sin parar. A mí se me acercó Nadeshiko, una gata cariñosa de ojos verdes, y se recostó en mis faldas.

El primer café con gatos se abrió en Taiwán hace unos veinte años, pero ha sido en Japón donde su popularidad ha explotado a fines de la década pasada, gracias, en parte, al lugar reverenciado que ocupa el gato en la cultura de este país. En los últimos años, sin embargo, este tipo de café ha dejado de centrarse en los gatos y se ha convertido en una subcultura con múltiples especializaciones: hay uno con reptiles en Yokohama, otro con halcones en Mitaka, y al menos cuatro con pingüinos en Tokio y Osaka. La explicación más convincente de este fenómeno sugiere que, como en Japón los departamentos son muy pequeños y es complicado tener una mascota (aparte de que están prohibidas en la mayoría de los edificios), un café con animales es una forma práctica de permitir que los japoneses puedan saciar de vez en cuando su deseo de compañía perruna o felina. 

Otro factor que hay que tomar en cuenta es la soledad en una sociedad muy estratificada en la que es difícil establecer relaciones con la gente o expresar emociones, lo cual lleva a la gente a buscar experiencias que sean muy reguladas, prácticamente convertidas en mercancías (también hay cafés para charlar o para tomarse una siesta con una chica guapa, en los que el sexo está prohibido). El café con animales también vendría a satisfacer la necesidad de una experiencia “real” y sería una forma de compensación al predominio de las experiencias virtuales entre los japoneses, acostumbrados desde niños a videojuegos, avatares y simulacros como parte central de la vida cotidiana (pero, ¿no es acaso una experiencia muy real estar metido un par de horas al día en tu avatar, matando alienígenas en un juego de rol online?) 

Llegué escéptico al café, pero a los cuarenta minutos los gatos me habían relajado. Todo era paz en ese lugar, una paz que las risas de las japonesas no turbaban. Algo sabían ellas que yo no sabía; me reí pensando en los catorce gatos de mi papá, a los que no les presto atención cuando lo visito en su casa en Cochabamba. Quizás, más allá de tanta teoría, la popularidad del café se debe a que los gatos logran tranquilizarte y ponerte de buen humor (¿sería lo mismo en un café con reptiles? ¿y qué de uno con halcones?). Aunque me cuesta entender que haya que pagar tanto por esto, sospecho que, como muchas tendencias globales se crean en el Japón, pronto habrá cafés con animales a la vuelta de la esquina. Ya los hay con gatos en Madrid (La Gatoteca), San Francisco y Nueva York. El mundo está avisado.

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