Por Felipe Hurtado H. Junio 25, 2015

Dos cosas llamaron profundamente la atención del mundo entero en el camino de Stan Wawrinka a ganar Roland Garros: su precioso revés a una mano y sus pantalones cortos. El estilo escocés con que la marca Yonex quiso vestirlo para la ocasión no pasó inadvertido. Los tuits al respecto se acrecentaban a medida que avanzaba hacia la final contra Novak Djokovic, el número uno del mundo. Ninguno era favorable. El suizo no entendía. A diferencia del resto, a él le gustaban sus shorts y tras el título aseguró que los dejaría en el museo del torneo para exhibirlos. Su auspiciador no dejó pasar la oportunidad y los puso a la venta en su sitio web, a 42 euros y en distintos colores, con el sello de aprobación de “Stan, the Man”. “Sirven para la piscina, el tenis y de pijama”, dijo en conferencia, resguardado por el trofeo de campeón.

No había nada que lo pudiera molestar, a esa altura. Acababa de deshacerse en cuatro sets del serbio, el gran favorito al título, el verdugo de Rafael Nadal, el que pretendía llevarse a casa el único Grand Slam que le falta. “Iron Stan” estaba en la cima del mundo. Lo había logrado. Después de años de vivir a la sombra de Roger Federer, su compatriota, amigo y punto obligado de comparación, el foco estaba en él, por fin recibía luz propia y sobresalía por sus propios éxitos, algo que para un tenista que comparte generación con “FedEx”, Nadal, Djokovic y, en menor medida, Andy Murray, no es poca cosa. 

Claro que Roland Garros no fue la salida a escena de este oriundo de Lausana de 30 años, oro olímpico en dobles en 2008. Es más, este no es el primer Grand Slam que se adjudica. En 2014 ya había celebrado en Australia, aunque esa vez las molestias lumbares que afectaron a Nadal le restaron injustamente algo del mérito por la corona. Y volvió a callar bocas en la última final de la Copa Davis, frente a Francia. Que Federer lograra uno de los trofeos que le faltaban se habrá robado los titulares, pero el verdadero héroe de la serie fue Wawrinka.

En el antebrazo izquierdo, Wawrinka lleva tatuada una frase del dramaturgo irlandés Samuel Beckett: “Lo intentaste. Fracasaste. No importa. Sigue intentándolo. Vuelve a fracasar. Fracasa mejor”. Convive con esa máxima, aunque ha buscado formas para modificarla. Alguna vez fue radical: hace cinco años dejó a su ex mujer, porque sentía que la familia era una razón de sus constantes despegues frustrados; se arrepintió y volvieron. En otra oportunidad fue más lógico, como cuando en 2013 formó equipo con Magnus Norman, el ex tenista sueco que llegó a ser dos del mundo en 2000. Con él como técnico se comprometió a desarrollar su talento, a trabajar en esa tendencia a engordar que lo persigue y, sobre todo, a no darse por vencido.

Ahora está ahí, con dos Grand Slams de los que pocos pueden presumir en esta era de la ATP. Marat Safin, Juan Martín del Potro y Marin Cilic son los únicos, aparte de los cuatro grandes que han conseguido uno en la última década. Wawrinka está ahí, pero como que aún no se la cree y mantiene esa postura de chico bueno que le inculcaron sus padres en la granja orgánica donde viven y ayudan a gente con discapacidad y problemas con drogas: “No soy tan fuerte como los cuatro grandes, ellos lo han ganado todo. Pero soy lo suficientemente fuerte como para lograr algunos títulos importantes. Todavía no encuentro la manera de jugar mi mejor tenis en cada torneo, pero aun así estoy satisfecho con mi carrera”. Y debe estarlo. Con los pantalones feos y todo.

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