Por Junio 25, 2015

Al llegar a Cambridge, Inglaterra, gran parte de los turistas hacen la misma pregunta: ¿Y dónde está la famosa universidad?  Sucede que ésta no está alojada en un gran campus universitario. Está desparramada por la ciudad a través de 31 colleges, el primero de ellos fundado en el siglo XIII.

Algo similar ocurre con la Constitución británica. Quien busque un libro que la contenga, no lo encontrará.  La Constitución no está codificada. Está anclada en la tradición y desparramada en un grupo de textos fundamentales. Entre otros, la Carta Magna del siglo XIII, el Habeas Corpus o la Petición y la Declaración de Derechos en el siglo XVII. 

Codificada o no, la Constitución británica y sus principios rectores –el imperio de la ley, la libertad y los derechos civiles– fueron, vaya ironía, piedra angular de las constituciones de las democracias liberales modernas. Junto a la organización del poder político, configuran lo que Rawls llamó los “esenciales constitucionales”. 

¿Debieran las constituciones ir mucho más allá de estos “esenciales”? ¿Debieran ser un conjunto de principios generales o, en cambio, contratos completos que codifiquen una serie de otros aspectos propios de la ley ordinaria? 

Lo primero que se nota es que, por diseño, la Constitución es un contrato intergeneracional rígido que requiere altos quórums modificatorios. Así, al fijar reglas inamovibles que recaen sobre las generaciones futuras, la Constitución las sustrae del espacio de deliberación democrática. 

Parece razonable, entonces, que la Constitución esté anclada en principios generales de amplio acuerdo intergeneracional. Pero no que una determinada mayoría decida en nombre de generaciones futuras sobre cuestiones que perfectamente pueden ser zanjadas de forma distinta a través de la ley.  Ello sólo limitaría la competencia democrática y la capacidad adaptativa de la política ante demandas cambiantes. Importaría, además, un riesgo de judicialización y que entes no electos como los tribunales de justicia puedan terminar diseñando políticas.

Por cierto, la definición de estos espacios es materia de debate. Y uno de los principales versa sobre los llamados derechos sociales. Países como Inglaterra o EE.UU. no los consagran en su Constitución, sino que en la ley. Tampoco lo hacen de manera individualizada países con estados de bienestar como Francia, Dinamarca o inclusive los nórdicos. Sus constituciones enuncian provisiones generales y mandatan al poder político para definir su alcance. Se trata, así, de derechos no justiciables cuyo modelamiento es resorte de la política pública que se ejerce en democracia.

Varias naciones de América Latina han optado por el camino inverso, consagrando sendos derechos sociales en sus cartas fundamentales. No es de extrañar que países como Bolivia, Colombia, Ecuador o Venezuela tengan un récord de artículos en sus constituciones: 411, 380, 444 y 350, respectivamente. En contrapartida, la Constitución de EE.UU. tiene sólo 34 (considerando sus 27 enmiendas), la francesa y la danesa 89, y los países escandinavos promedian 125 artículos. 

En el Reino Unido se debate actualmente si pasar o no a tener una Constitución codificada. En Chile, sobre consagrar derechos sociales en una nueva Constitución. En esta discusión bien valdría no perder de vista los esenciales constitucionales. Y que la democracia es máxima cuando las políticas públicas son resorte de la deliberación, las leyes y el ejercicio del poder.

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