Por Sebastián Cerda, economista Junio 4, 2015

Robert Solow, el influyente nobel de economía por su aporte a la teoría del crecimiento económico, alguna vez afirmó que es muy difícil estar en contra de la sostenibilidad. También señalaba que éste es un concepto que entre menos se conozca, mejor suena. Hay mucho de cierto en las palabras de Solow, ya que el término tiende siempre a ser definido de una manera muy vaga. No obstante, la premisa básica que se puede detectar en este mar de vaguedades es la idea de que las actuales generaciones tienen una obligación de preservar, de la manera más incólume posible, los recursos naturales para los futuros habitantes de este planeta. Los ríos, mares, playas, entre otros, deben cuidarse para que nuestros hijos disfruten de ellos, como nosotros lo hacemos actualmente. Suena muy bien, pero este es un argumento moral y no económico. Mi ignorancia sobre la validez filosófica de dicha tesis me obliga a ignorar ese aspecto y discutir su sustento desde un punto de vista económico y es ahí donde creo que ésta empieza a desmoronarse.

Las leyes básicas de una economía de mercado, como en la que funcionamos, afirman que si una industria no es capaz de sobrevivir en un ambiente de precios libres no regulados, entonces dicha industria no es sustentable. En otras palabras, si alguna empresa o sector requiere de subsidios especiales para garantizar su existencia, ésta es una perfecta señal de que se están desperdiciando recursos valiosos y no lo contrario. En este sentido, la promoción de subsidios a favor de un mayor reciclaje de la basura o de un uso más intensivo de la bicicleta como sistema de transporte urbano parece ser una idea muy sensata, pero en realidad no lo es si no supera el test del mercado, en el sentido de ser financieramente sustentable. El reciclaje, por ejemplo, siempre ha sido pensado como un elemento imprescindible en los esfuerzos para “salvar el planeta”. No obstante, tal argumento ignora por completo la premisa básica de que no sólo existen beneficios, sino que también costos asociados a cualquier política de promoción del reaprovechamiento de desechos, y el hecho de que no exista una floreciente industria del reciclaje es una señal de que tales costos -comúnmente ignorados por la opinión pública- pueden ser bastante mayores que los beneficios de los que todos hablan. Quizás en el futuro las fuentes de energía renovables no convencionales tengan costos sustancialmente menores que aquellas en base a combustibles fósiles. El punto es que no parece que éste sea hoy el caso, ni que con certeza ocurrirá a futuro y, sin embargo, muchas autoridades alrededor del mundo se empecinan en subsidiarlas.

Ésta no es una apología al uso hasta el agotamiento de los recursos naturales y en contra de las economías sustentables porque, entre otras cosas, estas mismas bases de la economía de mercado nos dicen que si los derechos de propiedad de estos recursos se encuentran bien definidos y los precios de mercado son libres de moverse, entonces no hay necesidad de temer por su agotamiento. Esto tampoco significa permitir el uso de recursos no renovables en cualquier forma y a cualquier costo, sino que todo lo contrario. El uso de tráficos de influencias y abuso de poder en la explotación de recursos no renovables es igualmente condenable que cualquier otro trato impropio en la relación entre lo público y lo privado. Mi punto es bastante más simple que eso y radica en que detrás del bien intencionado movimiento ambiental que busca hacer “conciencia” sobre las economías sustentables se esconden, en algunos casos, argumentos que privilegian lo que suena bien por sobre lo que está verdaderamente bien.

Relacionados