Por Pablo Ortúzar, director de investigación del IES Junio 4, 2015

Todo ser humano está destinado al envejecimiento y a la muerte. No todos pasaremos por la vejez antes de morir, pero cada vez es más probable, en un país como Chile, que así sea. Esto significa, además, que cada vez habrá más viejos entre nosotros. Y este cuadro se completa cuando vemos que la esperanza de vida aumenta, hasta obligarnos a concluir que cada vez habrá más viejos y también que la vejez representará una porción más significativa de nuestras vidas. Tanto es así, que ya comienza a penetrar en nuestro lenguaje cotidiano la noción de “cuarta edad”, que es el nombre de la etapa de fragilidad que antecede a la muerte y que comienza alrededor de los 80 años.

Sin embargo, si en el pasado los más viejos eran relegados al tercer patio de las casonas, hoy se han vuelto simplemente invisibles: no son tema. De alguna manera, son tratados como objetos sagrados: se les respeta, pero al mismo tiempo se les mira con distancia y desconfianza. Esa sacralidad viene, muy probablemente, de que parecen seres cercanos a la muerte, acompañados por ella, como sumergidos en una especie de diálogo con algo que no conocemos y que muchos tememos. En una cultura construida sobre la simulación del cambio y la adaptación constante, de la fascinación con el movimiento y del espectáculo y consumo generalizado, la vejez es pensada simplemente como catástrofe, como inutilidad y como inadaptabilidad. O, como bien constata en sus publicaciones el equipo del Observatorio de la Vejez de la Universidad de Chile, liderado por el antropólogo Marcelo Arnold, pionero en este tema, como “tristeza” e “inflexibilidad”.

La vejez, de hecho, a veces es considerada como algo peor que la muerte, especialmente cuando es acompañada por pobreza, discapacidad o enfermedad. Tal como nuestra cultura no nos prepara para una buena muerte, por lo que tendemos a aferrarnos a la vida hasta la indignidad del ensañamiento terapéutico, tampoco nos prepara para una buena vejez. Como escondemos a los viejos, no sabemos lo que es ser viejo. Y tampoco queremos saberlo. Así, ni la muerte ni la vejez parecen como etapas en armonía con la vida, sino simplemente como momentos excepcionales que irrumpen en ella como un rayo que parte un árbol.

Es en este contexto que una película como La once, de la cineasta Maite Alberdi, resulta provocadora y vanguardista. La pregunta es cómo una película sobre un grupo de señoras que se reúnen a tomar té puede ser calificada de esa forma. Y la respuesta es que ella nos devuelve la vejez a la vida, la reincorpora en la trama de la existencia y humaniza ese tránsito acelerado hacia la muerte y ese deshacimiento del mundo que significa tener mucho más que mirar hacia atrás que hacia adelante. Es una película intensa que nos hace pasar no sólo de la risa, sino que de las carcajadas, al llanto, y que nos obliga a mirar de frente la vejez y, por tanto, a buscar una reconciliación con ella, en vez de tratar de esconderla.

La vejez aparece en La once como un espacio digno marcado por la memoria y por la ironía respecto a la contingencia. Una época de cosecha existencial y de libertad de juicio como ninguna otra. Y es quizás por eso que unas reuniones de octogenarias chilenas filmadas con paciencia durante siete años y editadas magistralmente resultan un éxito para el público y para la crítica de todo el mundo. Alberdi, sin advertirnos siquiera, nos sumerge de un empujón en uno de los asuntos que debemos comenzar a tomarnos en serio.

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