Por Benito Baranda, presidente ejecutivo de América Solidaria Mayo 28, 2015

He escuchado con estupor últimamente a personas referirse a sus acciones no éticas como “errores” o “comportamientos involuntarios” y no como delitos, faltas e ilegalidades, pidiendo  disculpas a la familia y al partido, y no al Gobierno al que le faltaron el respeto, ni al Estado al cual burlaron, ni a los ciudadanos de Chile a los que dañaron. Algunos nos han pretendido engañar ingenuamente usando justificaciones irrisorias para explicar sus actos.

Muchos de ellos participan o simpatizan de la Iglesia Católica, algunos son parte de colegios o movimientos confesionales, se formaron su gran mayoría en colegios y universidades privadas, incluso muchos con la oportunidad de seguir estudios fuera de Chile; con una vida familiar (me imagino) bastante ejemplar, pero con un comportamiento público, un compromiso ciudadano, hoy en tela de juicio. Han llegado a presentarse como víctimas de manera casi pueril, y ahora desprestigian el servicio público señalando que no volverían a hacerlo (como si el mal estuviese allí y no dentro de ellos mismos). No soy quién para juzgarlos y pretendo describir con ello brevemente el absurdo momento que vivimos con el objetivo de sacar lecciones que nos puedan ayudar a todos a ser mejores personas, a actuar de manera más coherente y a procurar el bien común en lo que realizamos.

Cada uno de nosotros tiene sus propias zonas incoherentes, injustas e hipócritas, espacios donde nuestros comportamientos no reflejan los valores y creencias que tenemos, donde hay una alta inconsistencia y muchas veces grosera incongruencia. Hay por lo menos dos caminos éticos que aparecen allí: el primero, que es el más común, es aquél en que la persona se la  juega solo por sí mismo, no importando lo que le suceda al resto. Dicen: “Mi principal interés soy yo, mi círculo cercano y el resto no me interesa”, ésta es una ética intimista, individual y por lo tanto no colectiva. El otro camino es procurar analizar las decisiones desde el bien común, desde lo colectivo, desde la preocupación por los demás: evaluar mis comportamientos con el horizonte de lo social, del impacto en la vida del otro, y no sólo de mi círculo cercano, en particular de la de aquellos más excluidos.

Sin lugar a dudas la individualidad es importante y es el territorio de la libertad, pero ésta no podrá existir en contextos de inseguridad, desconfianza y desigualdad, por ello la consideración de lo colectivo en las decisiones éticas es de máxima urgencia. En efecto, tanto en el ámbito familiar, como en el laboral y educacional interactuamos con personas, requerimos de estas relaciones para construirnos como individuos y ser felices: negarlo sería rechazar nuestra propia existencia y entraríamos en un proceso de deshumanización de difícil retorno. Si deseamos una libertad real, ésta sólo es posible en contextos sociales de seguridad, de confianza y de justicia, y no donde “cada uno se rasca con sus propias uñas” y procura trabajar para sus intereses particulares.

Esa construcción de lo colectivo parte por poner el bien común como prioritario en las determinaciones que tomamos, sin olvidar el bien particular individual, sino poniéndolo en el camino de lo que es bueno para todos, para mi familia, mi comunidad, y también para el mundo. Si efectivamente aspiramos a un país donde los valores de  la libertad, el respeto, la justicia y la confianza mutua estén en el corazón de las decisiones, será necesario pues conciliar lo individual con lo colectivo donde la preminencia de este último sea mayor. Para empezar, debemos desarrollar primero la empatía, o lo que llama el Padre Hurtado el sentido social, que implica una profunda y honesta introspección personal que trascenderá luego a la sociedad. No cometamos el error de poner la carreta delante de los bueyes ya que no nos resultará.

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