Por Ignacio Briones, decano Escuela de Gobierno UAI Mayo 28, 2015

Alfred Kahn (1917-2010) fue un reputado economista de la Universidad de Cornell. Al mando de la Agencia de Aeronáutica Civil de EE.UU., pasó a la historia por desregular e inyectar competencia en esa industria en los 70. 

Menos conocida es su cruzada contra la pomposidad y el exceso de legalismo lingüístico en las normas que nos guían. En un famoso memorándum del año 1977, Kahn instaba a sus dirigidos a evitar los recovecos y a privilegiar instrucciones inteligibles a los “seres humanos”. Su máxima era “si no puede explicar en inglés común lo que está haciendo, entonces seguramente algo está mal”.

La reflexión de Kahn es atingente a Chile. Muchas de nuestras normas parecen plagadas de los excesos que denuncian. ¿El resultado? Instrucciones difíciles de descifrar para el ciudadano al que se supone van dirigidas. E incluso para los “expertos”. A título ilustrativo, tomemos el siguiente pasaje de la Ley de Impuesto a la Renta (Art. 74, N°4).

“En este caso, si dentro de los plazos que establece la citada norma no se da cumplimiento a los requisitos que establece dicha disposición, la empresa de la cual se hubiere efectuado el retiro o remesa será responsable del entero de la retención a que se refiere este número, dentro de los primeros 12 días del mes siguiente a aquel en que venza dicho plazo, sin perjuicio de su derecho a repetir en contra del contribuyente que efectuó el retiro o remesa, sea con cargo a las utilidades o a otro crédito que el socio tenga contra la sociedad”.

¿Entendió algo? Confieso que yo no. Casos como éste son recurrentes. Encontramos una predilección por la coma en lugar del punto, lo que deriva en frases eternas que parecen párrafos. También una sobreabundancia de expresiones como “sin perjuicio de lo dispuesto en…”; “no obstante lo anterior y atendiendo a que…”; “para los efectos de la aplicación de lo dispuesto…”. El uso habitual de la voz pasiva y del futuro de subjuntivo le ponen la guinda al enredo.

Hay una segunda dimensión en la que la demanda por claridad aplica. La elevada extensión de nuestras normas. Dos ejemplos recientes: la reforma tributaria tiene más de 130 páginas y la laboral, 800 indicaciones mediante, tal vez supere la marca. La extensión no sólo dificulta su comprensión. La maraña resultante tiende a facilitar el arbitraje regulatorio y a complejizar la coherencia interna y con otros cuerpos legales.

Este fenómeno es heredero de una tradición legal con inclinación a que la norma contenga hasta la más mínima contingencia. A establecer, lo que los economistas llamamos contratos completos. Y, también, a incluir un cúmulo de excepciones y tratos diferenciados (la reforma tributaria es un buen ejemplo).

Se podría argumentar que los problemas complejos requieren regulaciones complejas que prevean hasta la última contingencia. Pero, ¿no debiera ser ese un argumento en contrario? Y es que el desafío epistemológico es evidente: en sistemas complejos, pretender descubrir ex ante hasta el último estado de la naturaleza se torna pretencioso, irreal e ineficiente. Más aún, la dinámica propia de estos sistemas exige que las normas tengan capacidad de adaptación a las contingencias que no conocemos. Esto es compatible con principios generales y no con una detallada camisa de fuerza cuya talla quede definida en un supuesto momento de iluminación.

Al presumir que la norma es conocida de todos, tal vez sea momento de empezar a pensar que el exceso de tinta al que nos hemos acostumbrado atenta contra dicha máxima.

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