Por Mayo 20, 2015

© José Miguel Méndez

La inversión socialmente responsable no es algo nuevo en el mundo financiero. Ya en la década de los 70, fundaciones y fondos de pensiones públicos de países desarrollados manifestaban interés en aplicar criterios más allá de la rentabilidad al momento de sus inversiones. Principalmente se trataba de prohibiciones de invertir en industrias controversiales, como fabricantes de armas o tabacaleras. Asimismo, en países con gobiernos cuestionados, como Sudáfrica.

Se ha avanzado bastante desde entonces, ampliando los criterios no sólo a asuntos sociales, sino también para incluir aspectos de sustentabilidad ambiental o buenos gobiernos corporativos, en lo que actualmente se denomina inversión ESG (por siglas en inglés de medioambiente, social y gobernanza). Nuevamente, eso sí, se trata principalmente de iniciativas en países desarrollados, todavía en grupos relativamente reducidos de inversionistas.

El principal obstáculo para un mayor desarrollo de la inversión ESG han sido las dudas respecto a si la aplicación de este tipo de criterios impactaba adversamente la rentabilidad que obtenían los inversionistas. El alto retorno que entregaban acciones de empresas de tabaco era  un extendido ejemplo de que ser socialmente responsable no necesariamente aseguraba ser el más rentable.

Afortunadamente, esta visión ha ido variando recientemente, en la medida que se descubre que la inclusión de criterios de sustentabilidad, ampliar la responsabilidad de la empresa a grupos que van más allá de los accionistas, así como el buen gobierno corporativo sí llevan a mejores resultados en el largo plazo (y no afectan negativamente en el corto plazo).

También se ha visto una extensión de estos criterios de inversión más allá de países desarrollados y llegando a economías emergentes, como Chile. Las bolsas locales están dando los primeros pasos para desarrollar índices como el IPSA, pero aplicando este tipo de criterios, con el objetivo que lo adopten inversionistas locales. Sería interesante, por ejemplo, que los aportantes a AFPs pudiésemos escoger un nuevo multifondo que aplicara estos criterios. O que surjan fondos mutuos con opciones ESG.

Es destacable, eso sí, el rol que han tenido los family offices en nuestro país con respecto a este tema. En particular, en lo que se conoce como inversión de impacto, una variante de la ESG, pero con la intención explícita de realizar inversiones que busquen  resultados financieros (es decir, con fines de lucro), aunque con positivo impacto social. Han sido precisamente las generaciones más jóvenes quienes participan con mayor entusiasmo en este tipo de inversiones del patrimonio familiar. El desafío no es menor, pues aún no existen métricas claras para evaluar el impacto social de las decisiones tomadas y en algunos casos hay que considerar un horizonte de inversión mayor para demostrar los buenos resultados financieros.

Este cambio en objetivos de inversión de los family offices no podría venir en un mejor momento. Chile vive un verdadero auge de las llamadas Empresas B, que buscan generar utilidades para sus accionistas, pero sin olvidar un objetivo primario relacionado con el bien común de toda la comunidad. Nombres como TriCiclos, en reciclaje, o Algramo, en distribución de alimentos, están generando cada vez más interés entre inversionistas locales. No podría aplicarse mejor, en estos casos, el refrán popular de “que se junte el hambre con las ganas de comer”.

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