Por Sebastián Soto, desde Boston Mayo 20, 2015

Llama la atención que en un país con el nivel cultural de Estados Unidos la pena de muerte siga tan viva. De ello es prueba no sólo que en lo que va del año han sido ejecutadas 14 personas o que en las misas dominicales regularmente se pida por quienes serán víctimas de este castigo. El tema ha vuelto a las primeras páginas por un reciente caso en la Corte Suprema y por la condena a muerte de Dzhokhar Tsarnaev, el responsable de los atentados terroristas durante la maratón de Boston.

Hace dos semanas se alegó en la Corte Suprema el caso Glossip vs. Gross. En él se discutía si el protocolo para aplicar la pena de muerte en Oklahoma violaba la norma constitucional que prohíbe “castigos crueles e inusuales”. Desde hace décadas, la corte viene fallando que aplicar la pena de muerte no es inconstitucional y que la decisión queda entonces en manos de los congresos. Por eso, varios estados la han abolido, pero otros tantos, así como el Gobierno Federal, la mantienen vigente. La discusión ahora es respecto a la forma en que debe aplicarse. Si primero fue la horca y luego la silla eléctrica, hoy la forma más usada es la inyección letal. Son tres: la primera deja al condenado inconsciente; la segunda detiene su respiración; y la tercera, hace lo mismo con su corazón. La cuestión debatida es si el químico que se utiliza para la primera de las dosis es eficaz y evita un dolor excesivo a la víctima. Todo indica que en junio la sentencia rechazará el recurso, manteniendo el dramatismo en torno a un tema que, con todo, no termina por conmover a la mayoría ciudadana, que apoya férreamente su existencia.

El caso de Tsarnaev, en cambio, ha sido mucho más discutido. El viernes pasado el mismo jurado que lo declaró culpable de todos los cargos, ahora lo condenó a muerte. Durante dos meses recibieron diversos testimonios que pretendían demostrar que Tsarnaev merecía consideración, pues el verdadero autor de los ataques había sido su hermano mayor, muerto tras los atentados en un enfrentamiento con la policía. A falta de su padre, la timidez de Dzhokhar y el carácter fuerte del primogénito lo llevaron a ser cómplice obligado del radicalismo de su hermano. Una de las últimas en testificar fue la hermana Elena, una religiosa católica que inspiró la película Hombre muerto caminando, que explicó lo absurdo que es para una sociedad destruir una vida como castigo por la destrucción de otras.

Los días previos auguraban que Tsarnaev no sería condenado a muerte. No sólo porque el juicio se lleva a cabo en Massachusetts donde hay una fuerte oposición a ella. También porque los padres de la menor de las víctimas solicitaron públicamente no aplicarla: la cadena perpetua y la renuncia a una apelación, afirmaron, evitarán “prolongar los días más dolorosos de nuestras vidas (pues) mientras el acusado siga en el foco de atención, no tenemos más remedio que vivir una historia que se cuenta en sus propios términos, no en los nuestros”. Viniendo de Chile, desde donde hasta hace poco, con la abolición de la pena de muerte, la defensa de la vida era intransable, este parecía ser el resultado natural.

Pero el jurado, que debía decidir por unanimidad, dijo lo contrario y condenó a muerte a Tsarnaev. La decisión, tituló el New York Times, “deja a Boston insegura de sí misma”. ¿Cómo es posible que en una ciudad moderna, asociada a los sectores más liberales del país y sede de las mejores universidades del mundo, todavía se condene a muerte? Al parecer, la unanimidad esta vez se equivocó.

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