Por Abril 29, 2015

Sir Thomas Gresham fue uno de los comerciantes británicos más importantes  del siglo XVI. Pero su paso a los libros de historia no viene de ahí sino de la famosa ley económica que lleva su nombre. En su acepción popular, ésta señala que “la mala moneda desplaza a la buena moneda”. Una ley cuyas aplicaciones podrían aplicarse a nuestro momento político. 

Gresham observó que, en muchas transacciones de su época, la gente prefería pagar con la moneda metálica de menor valor y ahorrar o fundir la de mayor valor. De esta forma la “buena” moneda desaparecía de la circulación y solo la “mala” quedaba para los intercambios. ¿Qué pasaba?

Ocurría que existía una paridad legal o tipo de cambio preestablecido por la autoridad para ambas monedas de curso legal. Como el precio legal quedaba fijo, pero las monedas tenían un valor de mercado que difería de éste, lo natural era que las personas realizaran sus intercambios y saldaran sus deudas con la moneda de menor valor y atesoraran la de mayor valor comercial. La “buena” moneda desaparecía así de la circulación.

La lección detrás de la Ley de Gresham es simple. Cada vez que, por las razones que sean, existe un mismo precio para algo “bueno” como para algo “malo”, la oferta de lo “ bueno” desaparece y la de lo “malo” se impone.

Una aplicación contemporánea y más sofisticada de la ley de Gresham proviene de un célebre trabajo del premio Nobel de economía George Akerlof. Aquí no hay un precio o paridad predefinido por la autoridad. En cambio, demuestra Akerlof, cuando existen asimetrías de información que impiden a los consumidores distinguir entre productos de buena y de mala calidad, es el precio de estos últimos el que tiende a prevalecer en el mercado. Y a ese precio, la conclusión es similar a la de Gresham: sólo se ofrecerán los productos malos. A fin de cuentas, ¿por qué ofrecer un producto bueno (de mayor costo) si los individuos son incapaces de hacer la distinción y pagar más por él?

La discusión anterior es pertinente para abordar un elemento relevante en la actual crisis política: la necesidad de que en el “mercado político” puedan existir precios para los políticos “buenos” y “malos”. Es decir, que los ciudadanos puedan diferenciar. Esto está íntimamente relacionado con la transparencia y la calidad de la información para el ciudadano. En un mundo en que éste no cuenta con información suficiente para hacer la distinción, los políticos de mala calidad tienden a desplazar los de buena calidad. La ley de Gresham opera.

La transparencia se erige, entonces, como condición necesaria para mejorar la calidad de la política. Particularmente en momentos de desconfianza. Cuando un manto de dudas respecto a malas prácticas pesa sobre todo el espectro político precisamente porque los ciudadanos no cuentan con información para diferenciar. Más allá de si determinadas faltas acarrean o no sanciones penales, ello no puede coartar el que los ciudadanos conozcan si algunos de sus representantes cometieron dichas faltas. Es por ello que el argumento de presunción de inocencia, propio del ámbito judicial, es equivocado. En definitiva, la transparencia importa información indispensable para que los ciudadanos establezcan las responsabilidades políticas con la única herramienta a su disposición: el voto.

Esconder la cabeza en materia de transparencia sería condenar a nuestra democracia representativa a la ley de Gresham:  a que el mal político termine definitivamente sacando de circulación al bueno.

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