Por Marisol García Abril 23, 2015

También de un grupo de fanáticas de Marco Antonio Solís un reportaje televisivo podría decir que “se visten todas igual, esperan obsesivamente su concierto y, una vez en grupo, pierden el control”. Pero a las frases de descripción estigmatizadora no las carga la lógica sino que el contexto. Era de esperar que la tragedia ocurrida el jueves 16 de abril durante el recital de la banda inglesa Doom en Santiago derivara con los días en la superposición del prejuicio a las causas reales del aplastamiento, asfixia y muerte de cuatro asistentes (que, todo indica, fueron víctimas de una conjunción entre falencias en seguridad del recinto con la máxima irresponsabilidad de asistentes no dispuestos a pagar su entrada). Así suele suceder cuando hay noche, rock y raros peinados nuevos. Esta semana llegó el turno de “El submundo del punk” y otros titulares de estrechez afín, que hasta ahora poco han hecho por esclarecer las razones de un drama que se convertirá en trauma para quienes lo sobrevivieron.

Del festival Piedra Roja y su hippismo inofensivo, en 1970, a la ansiedad tinturada de recientes conciertos de K-pop, el tratamiento entomológico que los medios suelen darles a las así llamadas tribus urbanas ha sido parte del folclor de nuestro paisaje mediático. En algunos casos (“Cómo se viste un metalero”; “Mapa de ubicación de los pokemones en Santiago”) la torpeza de su registro ha sido graciosa, por lo ingenua e irrelevante. Pero en fatalidades como la de la pasada semana, el bosquejo grueso de una crónica que confunde caricatura y denuncia termina por desenfocar un registro que requiere periodismo hecho en serio. No eran bototos y mohicanos en un subterráneo oscuro: eran chilenos expuestos a un espacio de alto riesgo en el que probablemente se cometieron delitos graves. Y en plena Alameda. La historia de los conciertos en vivo acumula en nuestro país cientos de ejemplos de negligencia, pero no por eso podemos aún restarle a esta producción en específico su presunción de inocencia. Las iniciales acusaciones en pantalla de sobreventa de entradas fueron luego desmentidas por testigos. Se habló de golpes de corriente para controlar a una turba sudada. De irresponsables llamados previos a boicotear con violencia el concierto por lo que se consideraba era un precio de entrada excesivo (doce a quince mil pesos). De un cambio de sede improvisado a último momento. A más de una semana de la tragedia, persisten rumores que merecen una investigación por fuera de los gastados tópicos en torno a música y rebeldía antisistema. Ni el punk ni ningún otro género son músicas peligrosas per se; o, más bien, el contexto en el que éste existe puede ser todo lo riesgoso que implique trabajar por fuera de la ley, observación pertinente también para una salsoteca.

Las marchas de orgullo homosexual o el activismo medioambiental son, por poner dos ejemplos, causas importantes que en los últimos años se han librado de la caricaturización con la que alguna vez cargaron en pautas editoriales. De poco sirve que Chile descubra el sabor global de Lollapalooza si la lectura que hacen los medios masivos de la música juvenil sigue teniendo la superficialidad de un saludo a lo curioso que a algunos les resulta lo diferente. Habrá casos en que ese guiño será decepcionante, por no ser capaz de comprender el sustento de una marca relevante en la cultura. Habrá otros, más preocupantes, en que la rigidez en el cruce a ese mundo ajeno impedirá prevenir peligros objetivos y sanar heridas tan dolorosas como la de estos días.

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