Por Daniel Mansuy, director de estudios IES Marzo 31, 2015

El triunfo de la oposición francesa en la segunda vuelta de las elecciones cantonales llama la atención por varios motivos. En primer término, la derecha literalmente arrasó con el oficialismo, y confirma así -luego de las elecciones europeas del año pasado-que Hollande ha perdido buena parte de su convocatoria electoral. Luego, confirma que Sarkozy -a pesar de todos sus problemas- está más vivo que nunca, pues logró sortear con éxito su primer desafío electoral luego de haber ganado la presidencia del principal partido de oposición. Se trata de un triunfo crucial, pues en la muy espesa madeja administrativa francesa (el país cuenta con unas 36.000 comunas, más de 100 departamentos y 26 regiones), todos los niveles valen a la hora de configurar redes de poder y de influencia electoral. ¿Cómo explicar este cambio político, cuando aún no pasan tres años desde la derrota de Sarkozy en la última presidencial?

El fenómeno admite varias explicaciones complementarias. Por un lado, queda claro que las dificultades de la izquierda francesa son bien estructurales. En efecto, al oficialismo le ha costado mucho elaborar un discurso atractivo, que pueda ir más allá del rechazo a Sarkozy (que fue, básicamente, la idea fuerza de la campaña presidencial de Hollande). Esto tiene una causa muy concreta: el escaso margen de maniobra que tiene el gobierno entre las exigencias disciplinarias de la Comisión Europea, los números rojos de la economía y un país muy tensado por sus problemas sociales. Ni siquiera el buen manejo del caso de Charlie Hebdo le valió al gobierno un reposo. Como si esto fuera poco, Hollande no ha encarnado un liderazgo sólido, y de hecho ni siquiera concita la unidad de las distintas corrientes de la izquierda. Su primer ministro, Manuel Valls, tiene energía y carisma (al punto que por momentos parece eclipsar al presidente), pero su discurso muy inclinado a la derecha lo aleja de su electorado más natural.

Sarkozy, por su parte, se anotó un punto, y consolidó su posición en la derecha. Hasta aquí, su regreso no había sido nada fácil, pues enfrentó una ruda oposición interna, y no había podido mostrar resultados tangibles. Con este triunfo, Sarkozy gana el sitial de líder indiscutido de su sector, y queda en un lugar privilegiado para jugar su partido de revancha en 2017. Su resurrección ha sido a punta de transpiración y esfuerzo: el ex mandatario no ha temido volver a la política más cotidiana en su esfuerzo por volver al Elíseo. Sin embargo, tampoco tiene el horizonte completamente despejado, pues tiene una nutrida agenda judicial por delante.

Sin embargo, lo más interesante va por un lado distinto, y guarda relación con la profunda modificación que está viviendo el paisaje político francés a partir de los resultados del Frente Nacional. Hasta ahora, el partido de extrema derecha había tenido buenos números en los escrutinios nacionales, pero resultados magros en los locales. No obstante, en la primera vuelta de estas elecciones el partido de extrema derecha alcanzó un 25%: para muchos, Francia está mutando del bipartidismo al tripartidismo. Es cierto que en la segunda vuelta el Frente Nacional no tuvo éxito (no tiene aliados a los que recurrir en busca de votos), pero es indudable que su presencia se constituye en amenaza estable para los dos grandes bloques, pues tiene una votación suficiente para instalarse en la segunda vuelta de una elección presidencial. La realidad que se esconde allí es inquietante: hay un cuarto de la población votando por un partido extremo, que no tiene auténtica vocación de gobierno. Es posible que Francia no salga de su crisis mientras los partidos tradicionales no se decidan a tomarse en serio el desafío de interpretar a ese segmento de la población que desconfía tanto de todo, que ocupa el voto para protestar más que para elegir.

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