Por Andrea Slachevsky, neuróloga Marzo 26, 2015

Decidir morir a los 14 años. Decidir morir en plena adolescencia, esa etapa de la vida que muchos quisieran eliminar. “Quisiera que no hubiese edad entre los  dieciséis y los veintitrés años o que la juventud durmiera durante el intervalo, pues entre las dos edades no hay sino muchachas embarazadas, ancianos maltratados, robos y peleas”, declama  un personaje en El cuento de invierno, de Shakespeare.  Más allá del debate sobre la legitimidad de la eutanasia, Valentina Maureira, la niña con fibrosis quística que llamó la atención en Chile al solicitar el derecho a morir, nos cuestiona sobre la toma de decisiones en la adolescencia, etapa que se inicia con la pubertad y termina cuando el individuo logra lo que se espera de un adulto: autonomía y estabilidad. Existe el mito de que la adolescencia sería una creación de la sociedad industrial para prepararnos en la entrada a la vida activa. Pero estudios en animales durante la pubertad han  mostrado cambios en los comportamientos exploratorios y el procesamiento de la recompensa, símiles a los cambios de la adolescencia humana. Los antropólogos Alice Schlegel  y Herbert Barry mostraron en 186 sociedades preindustriales, incluso cazadores-recolectores y pastores, la existencia de un periodo de transición entre la niñez y la adultez. Los primeros estudios sobre las particularidades del cerebro adolescente fueron publicados en los años veinte por Paul Flechsig, quien mostró en estudios neuropatológicos que la mielinización, proceso mediante el cual los axones se cubren de una vaina de mielina que facilita el flujo de la información, se completa en la corteza prefrontal recién en la adolescencia. Sin embargo, las ciencias y la medicina se interesaron en la adolescencia sólo después de la Segunda Guerra Mundial, quizás, como dice el psiquiatra infantil Philippe Jeammet, con la voluntad de volcarse hacia el futuro en reacción al horror inconmensurable de la guerra. Recién durante los 90 las neurociencias iniciaron el estudio sistemático del cerebro de los adolescentes, en un intento de comprender  sus propensiones al riesgo, su impulsividad y la fragilidad de la autorregulación. De hecho, la principal causa  de muerte de los adolescentes en el mundo son los accidentes asociados al abuso de alcohol. Los estudios pioneros de Flechsig fueron corroborados en 1999 por el equipo del neurocientífico Tomáš Paus. Usando la tractografía, una técnica que mide in vivo la mielinización, mostraron que el córtex prefrontal termina de mielinizarse pasados los 20 años. La propensión a decisiones riesgosas en la adolescencia se explicaría por una disociación entre un desarrollo relativamente lento de los procesos inhibitorios y de control de impulsos en la corteza prefrontal, y el desarrollo más rápido de los sistemas de recompensa cerebral, que sobrerreaccionan a recompensas. Existiría también una disociación entre la formación de valores y la capacidad de usarlos al tomar decisiones con alta carga emocional. En resumen, el paso de la adolescencia a la adultez se asociaría a un cambio en las conexiones a nivel cerebral y un cambio en los procesos de toma de decisión.

Entonces, ¿pueden  los adolescentes optar por la eutanasia? En 1973, el médico John Showalter y colegas reportaron en la revista Pediatrics la historia de Karen, una adolescente de 16 años aquejada de una enfermedad renal terminal, a quien se le permitió la eutanasia. Para Showalter, el elemento determinante fue entender que Karen comprendía el concepto de muerte, y la certeza de su decisión. Tener 14 años en sí no invalida ni asegura la capacidad de decidir vivir o morir. El problema es determinar la validez de esa decisión, y ahí reside el juicio más difícil, para el cual carecemos de una respuesta categórica.

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