Por Ignacio Briones, decano Escuela de Gobierno UAI Marzo 26, 2015

En La República, Platón narra el mito de un anillo mágico. Uno que hace invisible a Giges, el buen pastor que lo encuentra. Giges lo utiliza para seducir a la reina y confabular con ella para matar al rey y quedarse con el reino. Su invisibilidad le impedía ser descubierto. ¿Cuán cierto es que en ausencia de sanciones actuaríamos como Giges?

En un interesante estudio de 2007, dos economistas, Fishman y Miguel, proporcionan la respuesta. Se trata de “Corruption, Norms, and Legal Enforcement: Evidence from Diplomatic Parking Tickets”, publicado en el Journal of Political Economy. Suponga que a un grupo de automovilistas se le diera carta blanca para infringir la ley y mal estacionarse, incluyendo calles prohibidas, aceras o doble fila. Como con el anillo, se tornarían “invisibles”. ¿Qué pasaría?

En el estudio, los ciudadanos con carta blanca son los diplomáticos de las ONU.  Su inmunidad los eximía de toda sanción.  Como era de esperar, efectivamente tendían a estacionarse en lugares prohibidos. En 2002, una ley permitió sancionarlos. Y la tasa de infracciones cayó radicalmente. El experimento confirmaría el mito del anillo. Los individuos responden a sanciones.

Sin embargo, no todos se comportaban igual. Aun siendo “invisibles”, una parte de ellos cumplía religiosamente las reglas.  Más allá de las sanciones, los valores y la cultura cívica eran parte de la ecuación. Pero eso no es todo. Los autores encuentran que el mal comportamiento de los diplomáticos se asocia con los índices de corrupción de sus países. Ningún sueco o canadiense se estacionaba mal, mientras que para los representantes de Angola o Egipto esto era práctica regular.

El estudio sugiere que una cultura de malas prácticas en el país de origen tiende a enquistarse en el comportamiento de sus ciudadanos. ¿Por qué? Hay al menos dos razones.

La primera es que cuando una mala práctica es socialmente extendida, la vara de nuestros estándares éticos se va moviendo. Es el clásico argumento del “pero si todos lo hacen” que más de una vez todos hemos escuchado. Por ejemplo, en materias tributarias. Es más, como muestra Dan Ariely en su libro Predeciblemente irracional, varias veces dicho comportamiento ni siquiera viene aparejado del sentimiento de mal obrar. Muchos de quienes infringen la norma se ven a sí mismos como ciudadanos ejemplares.

La segunda razón tiene que ver con la naturaleza del contrato social que regula nuestra vida cívica y económica. Un acuerdo de cooperación basado en la confianza a través de normas socialmente aceptadas de buena fe y buenas prácticas.  Cuando todos cooperan la ganancia social es máxima. Estamos en un equilibrio virtuoso. Pero inestable. Y es que cuando estas reglas comienzan a ser defraudadas y la desconfianza empieza a cundir, la movida racional para quien cumplía, tiende a ser a defraudarlas a su turno. Esto exacerba el problema y el equilibrio virtuoso puede tornarse rápidamente en uno degenerativo. Por ejemplo, contribuyentes honestos que empiezan a cuestionarse por qué pagar sus impuestos si éstos financian bienes públicos que también benefician a una gran masa que evade. Hay países que han llegado a este punto y se han quedado ahí por años.

El problema con las malas prácticas que soterradamente van minando la confianza es que configuran algo parecido a un agujero negro. Sin darnos cuenta, de repente nos chupa. Y, una vez adentro, es muy difícil salir. La confianza se extingue por completo. De ahí el imperativo de cuidarla. Y un primer paso es entender que se trata del bien público por antonomasia. Que las malas prácticas no sólo afectan a las partes, sino que pueden tener irreversibles efectos adversos para todos.

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