Por Marzo 19, 2015

Ahora que viene a Santiago, conviene revisar la trayectoria de Francis Fukuyama, uno de los intelectuales públicos más prolíficos y controvertidos de las últimas décadas. Desde que en 1989 publicó el ensayo ¿El fin de la historia?, ha estado en medio de la controversia y la crítica. Tanto, que uno de sus colegas creó la “escala Fukuyama” para medir el nivel de hostilidad que generan artículos y libros entre aquellos que no los han leído. 

Un cuarto de siglo más tarde, Fukuyama sigue siendo provocador. Sus ideas han ganado densidad y muchas de ellas pueden arrojar luz sobre lo que ocurre hoy en Chile.

En ¿El fin de la historia?, sugería que, tras imponerse al fascismo, el marxismo y los autoritarismos de derecha, el triunfo de la democracia liberal es definitivo. En consecuencia, la historia, entendida como un choque dialéctico entre ideologías opuestas, había llegado a su término. En 1992 profundizó sus postulados en El fin de la historia y el último hombre, donde explicaba las dos causas de la victoria democrática: la ciencia natural moderna (que conduce al desarrollo económico y el capitalismo) y la “lucha por el reconocimiento” (a través de la cual los individuos consiguen que los demás reconozcan su dignidad). Debido a que es el único sistema político que considera a todos como personas esencialmente iguales, la democracia da respuesta a una aspiración humana profunda, sostenía el autor.

En cuanto favorece la promoción universal de la democracia, la tesis de El fin de la historia posee tintes indiscutiblemente neoconservadores. Esto no es extraño, pues en los 70 Fukuyama estudió con Allan Bloom, discípulo de Leo Strauss, el padre intelectual del movimiento neoconservador. Luego trabajó en el staff de Paul Wolfowitz, otro prominente neocon. Su ensayo fue publicado en The National Interest, estandarte del neoconservadurismo, y durante los 90 participó en el Proyecto para el Nuevo Siglo Americano, creado por la elite neocon para promover el liderazgo mundial de EE.UU.

A partir de esa década, Fukuyama dirigió su atención a los aspectos sociales y tecnológicos que obstaculizan el progreso de la democracia. En Confianza (1995) escribió sobre la importancia de contar con una sociedad civil dotada de amplio capital social para acceder a un orden próspero y estable. En La gran ruptura (1999) presentó los “cambios sumamente drásticos” que provocó la era postindustrial, marcada por un “serio deterioro de las condiciones sociales” en aspectos como el auge de la delincuencia, los nacimientos fuera del matrimonio o la tasa de divorcio. Sólo si la gente reconoce “que su vida comunitaria se ha deteriorado, que está desarrollando comportamientos autodestructivos y que deberá trabajar activamente para volver a establecer normas en su sociedad” tendrá lugar la “gran reconstrucción”. Por último, en El fin del hombre (2002) tocó los peligros de la revolución biotecnológica, que amenazan con “alterar la naturaleza humana y, por consiguiente, conducirnos a un estadio posthumano de la historia”, con “consecuencias nocivas”.

Pese a que la invasión de Irak en 2003 y la “agenda de la libertad” de George W. Bush estuvieron influenciadas por su diagnóstico sobre la validez universal de la democracia, la manera en que se condujo el conflicto llevó a que Fukuyama rompiera con los neocons. Lo hizo en 2004 a través de un artículo (“El momento neoconservador”) y lo confirmó dos años más tarde con su libro América en la encrucijada. Allí señaló: “El neoconservadurismo, tanto como símbolo político así como cuerpo de pensamiento, ha evolucionado hacia algo que no puedo apoyar más”. Hoy Fukuyama respalda el diálogo entre EE.UU. e  Irán, cree que su país ha sobreestimado la amenaza terrorista y le inquieta la conducta de China y Rusia.

Aunque sigue convencido de que no existe rival ideológico para la democracia liberal, ha tomado conciencia de lo difícil que es crear instituciones sólidas y consolidar el avance hacia el desarrollo.  En este camino ha seguido las huellas de Samuel Huntington, quien publicó en 1968 El orden político en las sociedades en cambio para discutir las causas de la modernización y el desarrollo. Fukuyama comenzó a abordar estos temas en La construcción del Estado (2004). Reconociendo y profundizando el legado de Huntington -con quien tuvo una relación que osciló entre la hostilidad y la admiración-, Fukuyama se ocupa en sus dos últimos libros del desarrollo político desde el tribalismo hasta la actualidad. Los orígenes del orden político (2011) pretende descubrir las claves del surgimiento de las instituciones políticas entre la prehistoria y la Revolución Francesa. En Orden político y decadencia política (2014) analiza cómo “se desarrollaron el Estado, la ley y la democracia en los últimos dos siglos, cómo interactuaron entre ellos y con las otras dimensiones económicas y sociales del desarrollo y, finalmente, cómo muestran signos de decadencia en Estados Unidos y otras democracias avanzadas”.

El desarrollo político se consigue, afirma Fukuyama, cuando el Estado actúa de manera impersonal, existe un estado de derecho y el sistema se orienta a satisfacer el interés general de la población. Un régimen político de estas características, es, según él, “una necesidad práctica y moral para todas las sociedades”. Pero no es fácil lograrlo. Hoy existe un “déficit político de Estados modernos que sean capaces, impersonales, bien organizados y autónomos”, incluso entre los democráticos. Sin embargo, en todas partes el público demanda gobiernos de alta calidad, lo que, señala Fukuyama, ratifica la tesis de ¿El fin de la historia?: hay “una clara direccionalidad en el proceso del desarrollo político y tiene un atractivo universal la existencia de gobiernos responsables que reconozcan la igual dignidad de sus ciudadanos”.

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