Por Juan Pablo Garnham, desde Nueva York Marzo 11, 2015

Hace tres años, conversé con dos eminencias mundiales en la extracción de gas shale y hubo algo que me sorprendió. No fue la potencialidad para cambiar el mapa energético mundial -algo que se ha concretado y ha llevado a la OPEP a bajar el precio del petróleo-, ni la rapidez con la que el fracking se masificó en Estados Unidos. Lo que realmente me llamó la atención fue que estos dos científicos de prestigiosas universidades tuvieran miradas totalmente opuestas sobre el impacto medioambiental de esta extracción.

Todo había pasado muy rápido. Los gobiernos no sabían qué pensar y las definiciones entre política, industria, activismo y ciencia parecían desvanecerse. Sin embargo, la Agencia de Protección del Medio Ambiente de Estados Unidos (EPA) ya estaba trabajando en un estudio que, se suponía, zanjaría al menos el efecto que la extracción de shale tiene en el agua.

Este es uno de los puntos más complejos de este proceso. El fracking bombea a presión millones de litros de agua con químicos a miles de metros de profundidad, para obtener gas y petróleo. Y no pasó mucho tiempo desde que comenzó su desarrollo para que se supiera de casos de contaminación de napas subterráneas. Los opositores transformaron en el ícono de su batalla la imagen popularizada por el documental Gasland, donde una persona se acerca a la llave de agua, prende un encendedor y se genera una llama de fuego.

Desde la industria y en parte de la academia veían estos problemas como casos aislados, que pasaron sólo en el principio. “Hoy es casi imposible contaminar las napas, nosotros trabajamos mucho más profundo”, me dijeron en Argentina algunos ingenieros que operan en la zona de Neuquén. Mientras tanto, varios estados y gobiernos imponían moratorias, esperando que la ciencia por fin pudiese otorgar certezas.

Pero ya han pasado cinco años desde que la EPA comenzó su estudio, y aún no hay un resultado. La investigación que se esperaba marcara el estándar en uno de los conflictos medioambientales más importantes de la actualidad, sólo está demostrando lo débiles que pueden ser las oficinas gubernamentales bajo la presión de industrias poderosas.

A pesar de ser una agencia de alcance federal, la EPA no pudo forzar a las compañías de petróleo y gas a que cooperaran con el estudio, que buscaba monitorear a largo plazo la existencia de metano en el agua. Sólo dos empresas aceptaron participar, pero luego ambas se retiraron. De acuerdo a documentos obtenidos por Greenpeace, la EPA necesitó de las mismas empresas que eran la parte interesada para acceder a los pozos, a la información e incluso a financiamiento de parte de los costos.

Todo esto retrasó los avances, y finalmente la EPA decidió proceder sin la ayuda de las petroleras. Se espera un documento final para 2016, pero quizás para entonces ya sea demasiado tarde. No tanto por el impacto medioambiental, sino por la confianza en el resultado. Las demoras, filtraciones y denuncias de presiones sólo han sembrado más dudas. A menos que el documento critique duramente el fracking, para muchos va a ser imposible no pensar en que el estudio sea parcial, como denunció el Geoffrey Thyne, ex asesor de la EPA. “No sabremos nada nuevo respecto a lo que sabíamos hace cinco años”, explicó el geólogo al sitio Inside Climate News.

De paso, la investigación también ha sido criticada por las empresas, así que nadie está satisfecho.

Lo que ya está claro es la gran lección de esta fábula: el tiempo no sólo es oro, sino también credibilidad.

Relacionados