Por Sebastián Soto, desde Boston Marzo 5, 2015

Su padre una vez le dijo: “La inteligencia es como la fuerza: puedes contratarla por hora. Lo único que no está a la venta es el carácter”. Y Antonin Scalia, uno de los más influyentes y polémicos jueces de la Corte Suprema de Estados Unidos -que visita Chile la próxima semana, para dictar una clase magistral el 11 de marzo en la Universidad de Los Andes-, tiene los dos: inteligencia para hacer que sus opiniones sean objeto de análisis tanto de partidarios como de detractores; y carácter para cautivar y persuadir.

Scalia (78) llegó a la Corte Suprema en 1986 después de una larga carrera en el derecho. Estudió en Harvard, enseñó en diversas universidades, trabajó para Nixon y más tarde fue nominado por Reagan, primero a la Corte de Apelaciones y finalmente a la Suprema. Desde entonces se ha transformado en un férreo defensor de los principios conservadores en los más variados casos. Sin duda hoy puede hablarse que ha dejado un legado en el derecho norteamericano. Como dijo Elena Kagan, ex decana de Harvard y actual jueza de la Suprema, “Scalia es el juez que más ha impactado en el último tiempo en cómo pensamos y hablamos acerca del derecho”. Por eso, según un reportaje que le dedicó la revista The New Yorker, tiene un aire de estrella pop que desborda escenarios donde quiera que vaya a hacer una conferencia.

A esto suma una serie de características de las que se puede aprender: su mejor amiga en la corte -la jueza Ruth Bader Ginsburg- es lo más distante ideológicamente a él; sus opiniones influyen no por su extensión sino por su pluma y argumentación; y es considerado un juez ameno pero, al mismo tiempo, incisivo y duro en los alegatos. De hecho, cuando llegó a la Suprema los jueces interactuaban muy formalmente con los abogados que alegaban. Scalia rompió esa costumbre y los bombardea con preguntas, comentarios e incluso bromas. Hoy ese modo más dinámico de deliberar se impuso y es la regla general.

Y en lo jurídico, su filosofía es el “originalismo”, esto es, interpretar las normas sobre la base de lo que escribieron sus autores. Esa es, señala, la forma de poner límites al activismo judicial y confiar en la decisión de quienes fueron democráticamente elegidos. Aplicada a las leyes, en una forma más próxima al “textualismo”, ha ganado crecientes adeptos. Pero aplicada a la Constitución, el asunto es más polémico y anacrónico, pues exige preguntarse, para resolver un caso de hoy, qué pensaban los autores de la Constitución de 1778.

Aun así el “originalismo” de Scalia tiene un punto interesante. Si la Constitución, reflexionaba alguna vez, es un cuerpo vivo que varía de época en época y su texto debe ser interpretado también a la luz de valores compartidos en una sociedad en un momento determinado, ¿por qué dejar que sean los jueces quienes le den vida con sus valores? ¿No es más democrático acaso que sean los legisladores quienes hagan eso por medio de la ley o la reforma a la Constitución? Scalia suele insistir en confiar esta tarea al Congreso y restringir así el activismo de los jueces. Ello lo dejó muy claro cuando hace un tiempo, en medio de unos alegatos, interrumpió diciendo: “¿Usted cree que hay un derecho a suicidarse? ¡Vaya entonces donde la gente de Oregon para que apruebe una ley! ¡No venga a la Corte Suprema!”.

Hace algunas semanas, el presidente de la Corte Suprema en Chile llamó a los jueces a tener un rol más activo, a invocar no sólo la ley sino que sus valores en la decisión de los casos para construir una sociedad “igualitaria e inclusiva”. Scalia le diría: vaya al Congreso, no a los tribunales.

Relacionados