Por Magdalena Aninat Marzo 5, 2015

En el rugby, el llamado tercer tiempo es ese momento al final del partido cuando todos los equipos, vencedores y vencidos, celebran juntos. También en el mercado está surgiendo una suerte de tercer tiempo de la mano de un movimiento que defiende una teoría del cambio. No está en contra del modelo ni a favor de él. Más bien se mueve en un canal paralelo que puede contener al capitalismo de su propio desenfreno, planteando un sistema “con sentido”, que utiliza los instrumentos y reglas del mercado (la búsqueda del lucro, entre ellas) para solucionar los desafíos sociales y medioambientales. Lo interesante es que este movimiento está abriendo ventanas de participación a cualquier ciudadano, trasladando el poder de cambio de la calle al inversionista.

En su reciente libro The Power of Impact Investing, Judith Rodin, directora de la Fundación Rockefeller, reconoce que el Estado es la principal fuente de financiamiento de servicios sociales y que las fundaciones filantrópicas cumplen un rol fundamental al proveer soluciones sociales innovadoras y crear redes. El punto, señala Rodin, es que con estos actores no es suficiente. A modo de ejemplo, en los países subdesarrollados, las necesidades básicas de salud requieren un gasto de entre 30 a 40 dólares por persona al año, pero sólo se gastan 13 dólares por persona al año. Existe un gap importante de recursos para afrontar los desafíos en pobreza, educación, medioambiente, etc. Por otro lado, dice Rodin, el mercado financiero en 2011 movía unos 212 billones de dólares (incluyendo la capitalización del mercado de valores y los principales bonos y préstamos) y se estima que en los próximos años las llamadas generaciones X y Milenio heredarán 41 billones de dólares de los baby boomers. “Liberar aunque sea un pequeño porcentaje de este capital lograría una dramática expansión de recursos para enfrentar los principales desafíos sociales y medioambientales”, escribe.

Este es el principal objetivo de una de las más relevantes fundaciones filantrópicas de Estados Unidos: promover las llamadas “inversiones de impacto” con modelos innovadores que permiten incorporar nuevas fuentes de capital a organizaciones híbridas cuyo objetivo es solucionar los problemas sociales, a la vez que logran rentabilidad económica. El libro hace un llamado no sólo a los filántropos, sino también a los inversionistas “con conciencia” que buscan un doble retorno, financiero y social, a invertir en empresas B (el libro cita el caso chileno de la empresa de reciclaje Triciclos), en fondos de inversión social y en bonos públicos de impacto social. Todos instrumentos que existen o se están desarrollando en Chile, pero que aún están fuera del portafolio común que la banca de inversión ofrece a sus clientes.

En este contexto, un primer paso significativo para atraer a inversionistas de distintos perfiles al mundo “con sentido” (incluyendo, por qué no, a fondos fiduciarios como las AFP) es el anuncio del nuevo índice de sustentabilidad que está desarrollando la Bolsa de Santiago. En base a los parámetros que utiliza el Dow Jones Sustainability Index, el índice rankeará a las empresas abiertas -al menos las del IPSA-en base a una evaluación de sus dimensiones económica, medioambiental y social. Y si la práctica de evaluar las inversiones no sólo por rentabilidad económica sino también por sustentabilidad o impacto logra expandirse, los inversionistas podrían ser tan relevantes como la calle para corregir brechas sociales o crisis medioambientales, configurando un juego win win para todos los equipos.

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