Por Álvaro Bellolio Febrero 26, 2015

Hace un par de meses, el académico  Ron Haskins escribió en el New York Times una columna titulada “Social Programs That Work” , en la que planteaba que los republicanos, con mayoría en el Congreso, buscaban disminuir por razones políticas el financiamiento para programas con impacto social positivo, aun cuando éste estaba científicamente demostrado.

Para los políticos, el gran problema de elegir los programas socialmente rentables -en vez de los políticamente rentables- es que en ciertos casos las ideas del “oponente” pueden ser más efectivas que las propias. Como implementar esas ideas hace menos atractivo el discurso propio y deslegitima el poder, el Parlamento tiende a menospreciar la evaluación rigurosa de políticas públicas, prefiriendo llegar hasta el final con su ideología.

En Chile, bajo la misma lógica, vemos a la actual administración lanzar la encuesta Casen un sábado a mediodía -minimizando su relevancia y evitando que la presidenta comente la buena noticia de la disminución de la pobreza-, o se observa un importante recorte en el presupuesto 2015 para la Junta Nacional de Jardines Infantiles (Junji). Esto refuerza la idea de que si una política pública fue implementada por alguien de distinto color político o ideología, entonces automáticamente es negativa.

El uso de la evidencia para implementar políticas significa que si algo no da resultado, se deben generar cambios, ya sea del programa o incluso de la opinión del partido que propuso la política. Sin embargo, hoy vemos cómo se privilegia la intuición y la “guata”.

Ejemplos de esta forma de tomar decisiones en distintos gobiernos son el Transantiago -con su creciente subsidio- o las prioridades de la reforma educacional. A su vez, políticas y programas con resultados concretos, como el impulso competitivo, el proyecto de ley que institucionalizaba ChileAtiende, la unidad presidencial de gestión del cumplimiento o incluso la metodología y ejecución de la reconstrucción post terremoto del 27 de febrero del 2010 han sido ignorados, minimizados o eliminados.

Por todo esto,  fue decepcionante ver el retiro del proyecto de ley que creaba la Agencia de Evaluación de Políticas Públicas -que duró menos de un par de semanas con la nueva administración-. El objetivo de la agencia, similar al caso australiano, era crear un ente autónomo e independiente que fiscalizara y evaluara ciertas políticas públicas, de manera de facilitar el acceso público a datos y evaluaciones de las regulaciones implementadas en gobiernos anteriores y durante el actual. Con ello se buscaba transparentar la información acerca de la gestión de las diversas políticas públicas y acercar esos datos a los ciudadanos.

Un gobierno electo con mayoría tiene todo el derecho de decidir sus políticas a través de la intuición, pero la evidencia señala que para la construcción de un país, de un Estado y para mejorar la calidad de vida de todos los chilenos es necesario estar constantemente evaluando, cuestionando y mejorando nuestras políticas públicas, sin caer en la “tortura de datos” para hacer que confiesen lo que uno quiera.

Una agencia de evaluación de políticas públicas sería una barrera para disuadir que los políticos caigan en la lógica de defender lo que es objetivamente dañino para la sociedad con tal de ganar una elección. Porque más que una lógica de “buenos y malos”, Chile necesita un Estado, debates y políticas mejores, con más evidencia y menos “guata”, de manera de buscar lo que cualquier servidor público dice querer: una mejor calidad de vida para todos los chilenos.

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