Por Marisol García Febrero 19, 2015

No es necesariamente novedoso que un músico vivo llegue a un museo. En el último par de años, el paso de objetos de David Bowie por el Victoria & Albert Museum, en Londres, y de Kraftwerk (en recitales y en colección) por el neoyorquino MoMA fueron hitos de amplia atención y felices resultados. En estos días, la exhibición “El poder de las canciones” ocupa el Matadero Madrid con un recorrido pop curado por el director de la revista Rockdelux. E incluso en Chile, el Museo de Bellas Artes amplificó el año pasado las guitarras eléctricas de Los Jaivas y Upa para las (muy dispares) muestras sobre el grupo viñamarino y la creación independiente del Santiago ochentero (“La Ruta Trasnochada”), respectivamente.

Pero lo de Björk en el Museo de Arte Moderno de Nueva York esta vez es efectivamente un hito, pues lo que se instalará allí a partir del 8 de marzo no se concibe desde la lógica de un homenaje, sino que como la selección cuidada de un legado visual significativo incluso por fuera del aporte musical de la islandesa. Björk llega al MoMA no como el músico destacado dispuesto a compartir chucherías, sino como una conceptualizadora pop de estética propia, pionera y propositiva para la creación contemporánea en cauces anchos y diversos. Sobre todo en su trayectoria solista, iniciada en 1993, la cantante ha asociado su discografía a películas, videos, diseño de objetos, ropa y gráfica convertidos en posterior referencia. El lobby del museo, por ejemplo, acogerá la serie de instrumentos que la propia artista diseñó para grabar Biophilia (2011), y en el segundo piso se han reservado espacios para una instalación audiovisual inspirada en una de las canciones de su disco 2015 (Vulnicura) y una retrospectiva de la serie de videos que la compositora le ha encargado a cineastas, fotógrafos y diseñadores como Michel Gondry, Jean-Baptiste Mondino y Alexander McQueen. Los robots del video de “All is full of love”. El vestido de cisne. Esa peluca pelirroja imposible. Piezas reconocibles como las de una exhibición de alto nivel, entre las cuales puede tenderse un hilo estilístico que merece una consideración especializada por fuera de la crítica musical. La naturaleza radical de Islandia, los pulsos de las mejores discotecas europeas, las posibilidades de la tecnología y una gráfica acogedora pero casi sin concesiones a lo retro son pilares que siempre han sostenido la estética de Björk, sintetizable también en parte en un verso del tema “Joga”: “... paisajes emocionales”. La marca fría del oportunismo pop -el coolhunting que ha terminado por disociar tendencia y emociones en el grueso de la música actual- es vicio ajeno a este universo que nunca ha dejado de involucrar sentimentalmente a su autora. “¿Cómo colgar una canción en un muro?” fue la pregunta que durante tres años guió a la cantante y a Klaus Biesenbach, curador jefe del MoMA. La respuesta a esa pregunta, atingente y certera, es probable que marque todo un nuevo rumbo para la consideración museística de la música pop. Pauta pionera, otra vez.

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