Por Febrero 12, 2015

En Malasia, “profesor” se traduce formalmente como “gurú”. Si “gurú” estira la mano para  despedirse, los niños acercan su frente hacia ésta, o bien la besan. Es una señal asiática de respeto y buena fortuna. Hace poco, uno a uno, 35 niños de un colegio público hicieron fila para acariciar el dorso de mi mano al decir adiós.

Hoy, en este país al sur de la península asiática convive una nutrida diversidad cultural de origen chino, indio y malayo. Muchos estudiantes asisten a colegios que les enseñan su lengua vernácula y perpetúan sus creencias religiosas. De todos modos la religión oficial de Malasia es el islam, a la cual adhiere alrededor de un 60% de su población.

Desde los años 70, Malasia aspira a ser uno de los países más ricos de la región y a insertarse en la economía internacional, focalizando su esfuerzo en desarrollar alta tecnología. Sin embargo, este crecimiento económico no ha ido a la par del desarrollo educacional y la equidad social. En 2009, Malasia participó por primera vez en la prueba internacional PISA, obteniendo resultados desalentadores. Fue ranqueado como el tercer país más bajo de los 74 evaluados, bajo el promedio de la OECD. Un golpe deprimente en comparación a los altos estándares educativos de su país vecino, Singapur.

Dos años después, en 2011, el Ministerio de Educación lideró una acuciosa revisión de sus políticas educativas. El propósito fue diagnosticar el estado de la educación nacional, proyectando luego una visión de país para los siguientes 12 años. Este sondeo se extendió durante 15 meses, y participaron expertos de la Unesco el Banco Mundial, la OCDE, universidades, directores, profesores, apoderados y estudiantes. Malasia levantó estándares internacionales para preparar a sus estudiantes de acuerdo a las necesidades del siglo XXI, junto con aumentar las expectativas de los padres acerca de la educación pública. Los inicios de una gran reforma fueron sintetizados en el informe “Malaysia Education Blueprint 2013-2025”.

Más allá de las pruebas estandarizadas y aspiraciones de país, la realidad social de Malasia tiene coincidencias interesantes con la educación chilena en cuanto a segregación escolar. Las familias con ingresos económicos altos matriculan a sus hijos en colegios internacionales privados, y los estudiantes pueden vivir toda su infancia sin relacionarse con pares de contextos diferentes. Tuve el privilegio de visitar el Garden International School, establecimiento que tiene como ideal insertar a su alumnado en las mejores universidades del mundo. Basado en el currículum educacional de Gran Bretaña, el estándar académico es elevadísimo: cada estudiante aprende con un iPad en vez de cuadernos y escoge dos idiomas (francés, inglés, español o malayo) para cursar todas las asignaturas. El aprendizaje es medido a través de rúbricas socio-emocionales, valóricas y cognitivas, junto con un amplio espectro de tutorías de apoyo y desarrollo de talentos, competencias interescolares y actividades extraprogramáticas.

Mientras, la calidad de los colegios públicos es notoriamente inferior. La educación del gobierno es la única opción para estudiantes de contextos vulnerables y todavía existe una brecha en la formación bilingüe. De hecho, en 2003, el Ministerio de Educación tuvo la intención de impartir en enseñanza media asignaturas de Matemáticas y Ciencias en idioma inglés. La iniciativa se vio frustrada por constantes quejas de apoderados que veían a sus hijos acongojados, sin entender los contenidos en la lengua extranjera. En 2013 y ante las críticas, el gobierno restauró la modalidad anterior, volviendo a enseñar las disciplinas en bahasa melayu, el idioma nacional.

Chile y Malasia tienen desafíos importantes para romper la segregación social y educacional. Ambos están implementando las etapas iniciales de poderosas reformas educativas de gran envergadura e inversión económica. Varias recomendaciones se pueden obtener de los aprendizajes logrados en educación y la nueva visión de este país.

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