Por Andrés Gomberoff, prof. de Física Teórica UNAB Enero 29, 2015

“Querido Sommerfeld, no te molestes conmigo por responder tu amable e interesante carta recién hoy. Este último mes ha sido uno de los más estimulantes y agotadores de mi vida. Quizás también el más exitoso. No podía pensar en escribir”.

Eso le escribía Albert Einstein a uno de los pioneros de la teoría atómica, Arnold Sommerfeld, el 28 de noviembre de 1915, hace un siglo. Tres días antes había presentado ante la Academia de Ciencias Prusiana la teoría de la relatividad general, que echaba por tierra a la ley de la gravitación universal que Isaac Newton había construido 328 años antes y en la que se basaba hasta ese entonces la comprensión del movimiento de los planetas y las estrellas. La importancia y belleza de la obra de Einstein no tiene parangón en la historia de la humanidad. La teoría de la relatividad general es la cota más alta alcanzada por el intelecto de nuestra especie.

Einstein trabajó obsesivamente ese año en Berlín, buscando las ecuaciones que describieran la dinámica del campo gravitacional. Sabía que la teoría de Newton sólo podía ser válida en forma aproximada, ya que sufría de inconsistencias internas, era incompatible con el principio relativista formulado por él mismo en 1905 y era incapaz de explicar un comportamiento anómalo de la órbita de Mercurio. Su familia estaba en Suiza, y gracias a su enorme prestigio había conseguido que la Academia de Ciencias Prusiana lo relevara de toda obligación docente para dedicarse en cuerpo y alma a sus investigaciones. Jamás podía pasar por su cabeza que unos años después debería abandonar Alemania para siempre. Con la llegada al poder de Adolf Hitler, su casa fue embargada y Einstein acudió al consulado alemán de Amberes para devolver su pasaporte y repudiar su ciudadanía alemana. Menos aún podía imaginar lo que le habría esperado de no haber emigrado a los Estados Unidos.

El destino de Albert fue muy distinto al de tantos otros Einstein. Pensamos en Isaak, Max, Lydia, Mina, Hermann, Luise, Hilda y Selma. Pero también en Siegfried, Ida, Henrik, Moritz, Samuel, Josef y Paula. Desde luego que no podemos olvidar a Sophie, Adolf, la inocencia del pequeño Ruben, ni dejar de pensar en Heniek, cuyos dos años de vida fueron una corta temporada en el infierno. Albert lo sabía porque nunca pudo volver a ver a su prima Lina, tres años mayor que él. Todos ellos, adultos, bebés, niños y ancianos, fueron arrancados de sus casas brutalmente, transportados como ganado al campo de exterminio de Auschwitz y asesinados industrialmente en sus cámaras de gas. Otros Einstein fueron asesinados en Treblinka o murieron de tifus en el hacinamiento inhumano del Gueto de Terezin.

Hace 70 años las tropas soviéticas liberaron Auschwitz. Sus soldados no daban crédito al horrendo espectáculo: la obra más oscura y macabra de la historia del hombre se alzaba frente a sus ojos. Allí mataron a más de un millón de personas en sus tres años de funcionamiento. Unas mil personas eran asesinadas cada día. El 90% de ellos eran judíos, deportados desde distintas partes de Europa obedeciendo a la “solución final”  decidida por los nazis en la conferencia de Wannsee, el 20 de enero de 1942. Apenas un cuarto de siglo antes de que Hitler ordenara el exterminio del pueblo judío, uno de ellos, en la vecina Berlín, gestaba la más bella y sobrecogedora teoría de la historia de la ciencia.

En la cultura judía existe una máxima en torno a la shoa: “Recordar, jamás olvidar”. Así como las grandes catástrofes naturales nos ayudan a prepararnos para las que vendrán, los desastres humanitarios deberían convertirse en una alerta permanente. No debemos olvidar. Incluso en los lugares en donde algo así parezca imposible. También lo parecía en el que posiblemente era el lugar más educado, culto y sofisticado del planeta: Alemania, la cumbre de la civilización occidental. Un giro irracional puso toda esa sofisticación al servicio de la creación de la más eficiente maquinaria de la muerte jamás creada. Aquella que acabó con la vida de ellos, los otros Einstein.

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