Por José Jiménez, desde París Enero 29, 2015

Un afiche pegado justo en la entrada de una escuela pública sobresale del diario mural del recinto. “Plan Vigipirate, alerta de atentado”, dice el enunciado destacado en rojo que cubre buena parte de la superficie.

Salida del colegio, distrito 18, París. Sector que combina una presencia inmigrante popular con una francesa acomodada. Un par de cuadras más allá, un puñado de militares transita metralleta en mano realizando una ronda por el barrio. Una de varias en la jornada. Uno de los tantos escuadrones que sitian la ciudad. Ahí, en el acceso principal de esa escuela, los quehaceres cotidianos, enmarcados por esta decoración extra, se desarrollan en esa normalidad manchada de alerta. Niños entran, niños salen.

El plan Vigipirate (dispositivo interministerial para la lucha contra el terrorismo), que hasta hoy se encuentra activado en su nivel más alto, ya superó con creces su récord de aplicación. Más de veinte días donde, dejando de lado las precisiones sobre lo que implica el sistema a nivel país, en lo referido a los establecimientos educacionales exige ciertos procedimientos: acceso exclusivo a alumnos y personal que trabaja ahí, revisión de bolsos, despeje total de los accesos al recinto, instalación de barreras de seguridad, suspensión de salidas escolares o actividades fuera de la escuela, reforzamiento de los ingresos y salidas de las salas para cada una de las clases.

Plan Vigipirate y la armada en la calle para “tranquilizar a la población por su simple presencia”, dice Bernard Cazeneuve, ministro del Interior, a propósito de la aplicación del dispositivo. El despliegue externo intenta, así, mantener una cuestionable tranquilidad (¿te sientes más seguro con un tipo provisto de armamento pesado en la esquina de tu casa?) para que París siga siendo París y para que los niños que asisten a esa escuela conserven un clima idóneo al interior del espacio educativo.

En uno de estos días, en ese mismo lugar -que resulta una buena muestra del paisaje francés por la heterogeneidad de sus estudiantes-, un par de niños cantan espontáneamente La Marsellesa mientras hacen fila para ingresar a la sala (fruto de todas las jornadas precedentes donde los minutos de silencio y los honores a la patria han tenido una reiterada presencia). Ahí, donde en lo personal me toca realizar un taller de cine y periodismo, hablar de labores comunicativas resulta, a lo menos, un punto de fuga para que esos niños protegidos por las fuerzas de su país deslicen sus impresiones: una buena parte de ellos, dado los objetivos del taller, pretende realizar un diario satírico y mofarse de todos. Un par refuta, pues con ello faltan el respeto y no es el momento. Los otros responden que están en su derecho. A varios sólo les interesa el fútbol. La mayoría dice, casi de manera automática, que ellos son Charlie y, de pasada, te tiran la pelota: “¿Tú también eres Charlie?” Unos ríen, otros no paran de gritar. Ninguno, al final, quiere escuchar al otro.

La ministra de Educación, Najat Vallaud-Belkacem, en respuesta a los atentados, presentó una serie de medidas para marcar “el compromiso decidido de formar futuros ciudadanos en los valores de la república”. Adentro de esa sala de clases, donde esas medidas se aplicarán, parece no haber mayores puntos en común, sino más bien de discordia. Afuera, el inmenso despliegue para resguardar la normalidad.

En tiempos donde Francia debate su identidad, se cuelan por las paredes el miedo y la sospecha y se funden, quizá, con aquellos valores de la república.

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